[Ahora es el poeta y narrador Luis Tovar, director del suplemento “La Jornada Semanal”, quien otorga a esta sección cultural el relato del mes de febrero. Los tiempos a veces son crudos para las personas que pernoctan en irrealidades a causa de conflictos mentales: la memoria va contándonos la vida de un muchacho que jamás creció, que desde la infancia le sobraban las palabras con las cuales se fue hundiendo con el paso de los años debido a…]
La Harley de Luis El Loco
Luis Tovar
Hubiera querido no reconocerlo, o más bien hubiera querido que no fuera él, pero no había duda: quien empujaba el carrito con los tambos de basura llenos hasta los bordes era Luis El Loco. Años de no verlo, de enterarse muy de cuando en cuando de su suerte, hasta esa tarde que se lo encontró en medio de la calle, avanzando lentamente mientras empujaba los enormes botes de metal.
No pensó en hablarle, pero aunque se lo hubiese propuesto no parecía posible: en caso de acercársele, quién sabe si El Loco lo hubiera reconocido, y no porque su rostro fuera tan distinto al que tenía cuando niños, sino por la mirada perdida que le descubrió al momento en el que Luis, girando hacia su espalda por el sonido del claxon de un auto que se le aproximaba, hizo un barrido visual que lo incluía a él pero que no provocó en el semblante del Loco el menor gesto. Era imposible no llegar a la conclusión: el apodo había terminado convirtiéndose en la mejor definición para Luis, a quien llamaron El Loco desde siempre, o al menos desde que por su parte podía recordar.
Segundo o tercero de una familia con cuatro hijos, un par de años o tal vez tres mayor que él, no lo ubicaba en la escuela primaria, donde muy posiblemente habían coincidido cuando menos hasta que él ingresó al cuarto grado, sino invariablemente en su barrio: vivían en la misma calle, dividida en tres partes iguales por sendas avenidas —en una de las cuales lo vio empujando los tambos de basura— y, a diferencia de otros vecinos, ni él iba a buscarlo a su casa ni El Loco lo buscaba en la de él, pero cuando se encontraban en el pequeño parque, más bien mero jardín grande, siempre terminaban jugando sólo ellos porque el resto de los amigos iba yéndose uno a uno casi de inmediato, por razones que en aquel entonces él no sólo no comprendía sino en las cuales ni siquiera se habría puesto a especular, porque le daba lo mismo o, tal vez, porque le gustaba quedarse nada más él con El Loco, pero ahora era obvio resumir esas razones en una sola: se iban precisamente porque Luis estaba “loco” y no les gustaba andar con él, y eso que llamaban locura se manifestaba sobre todo en el hecho de que Luis jugaba poco y hablaba mucho y de un asunto tras otro tras otro según le llegaban a la mente, lo que a él le parecía interesante y por eso no se iba, momento a partir del cual El Loco hablaba todavía más, incluyendo temas de los que no sabía realmente nada pero con él como mínimo auditorio podía dárselas de bien enterado.
Visto desde el presente, esa realidad inaprehensible que es el tiempo, sobre todo el que ya transcurrió, tiene la extensión y la densidad que cada quien quiera o pueda otorgarle y por eso, cuando vio a Luis empujando el carrito con los tambos de basura, esos pocos segundos fueron suficientes para evocar lo que, si se detenía a hacer cuentas, debieron ser años y haber comenzado más o menos en la época en que cada 6 de enero él le pedía a los Reyes Magos que le llevaran un patín del diablo que aquéllos, eficientes, solían dejarle, nuevecito, para reemplazar al anterior que de tanto uso se había roto por ahí de junio o julio, en septiembre si la suerte había sido mucha.
Al menos tres años debieron ser entonces oyendo, de manera discontinua y azarosa, cuando coincidían por las tardes en el parque, lo que parecía una sola plática: las palabras del Loco no tenían solución de continuidad y era como si retomara las del último encuentro en el punto exacto donde las había dejado. Él se fascinaba escuchándolo, mirándolo gesticular, mover manos y brazos incesantemente, levantarse del sitio donde estuvieran sentados —cualquier punto entre los árboles, el frente de su casa, la banqueta— para contar de cuerpo entero alguna cosa. Qué extraño era, por lo tanto, que si ahora le preguntaran sería incapaz de citar siquiera un fragmento de aquellas peroratas, o cuando menos decir sobre qué versaban.
Una sola, tal vez, y no muy definida: un día de tantos, El Loco llegó con una revistita obscena escondida bajo la playera, que extrajo cuando estuvieron los dos solos y le mostró como se muestra un trofeo de guerra o un diploma. Él no recuerda gran cosa, apenas algunos de esos dibujos, bastos pero explícitos, impresos en color sepia, pero lo que de súbito vuelve a su memoria con la nitidez del cristal es la voz de Luis leyendo en voz alta los diálogos elementales y crudos del cuentito ése, medio pornográfico, medio guarro y nada más. En el semblante del Loco había un entusiasmo que a él, con sus demasiado pocos años para entender, aún le quedaba lejos, pero entonces bastaba con ver aquellos ojos muy abiertos y escuchar la voz transformada para adivinar que debía tratarse de algo mucho muy gratificante.
¿De qué y con quién hablaría El Loco ahora? Por lo poco que le habían contado, ahora sus diálogos debían ser brevísimos y rutinarios, apenas lo que hiciera falta para recoger la basura de puerta en puerta en unas cuantas casas y, ya con los tambos llenos, ir sólo él sabrá a dónde para vaciarlos y volver a comenzar. Antes y después de esa faena, ¿estaría con alguien por ahí, iría tal vez a la miscelánea o al mercado? No le daba esa impresión: la mirada del Loco era la misma en el fondo, como dirigiéndose a un punto que sólo él pudiera ver, pero ahora con una intensidad que parecía exigir la total ausencia de palabras.
A finales de los setenta y principios de los ochenta, una época comparativamente tranquila y benigna en cuanto a la inseguridad para andar por las calles, Luis El Loco se hizo pandillero, lo que entonces consistía sobre todo en juntarse con otros en la esquina de alguna calle, siempre la misma, para dejar que las horas transcurrieran soberanamente mientras llegaba la hora de asaltar, sin gran violencia, cualquier negocio de la colonia, plagada de tiendas de abarrotes, papelerías, peluquerías, recauderías, farmacias, tintorerías, vulcanizadoras, pollerías y demás, o hasta que la noche —las horas diurnas parecían estar vedadas para ese propósito— propiciara la aparición de bates de beisbol, cadenas, chacos, navajas y otro tipo de armas blancas —nadie habló en aquel entonces de balazos— para ir a romperse los dientes contra alguna de las pandillas de las colonias aledañas.
Quizá lo vio realmente en una de tantas veces que volvía de visita a Altavilla, quizá solamente se lo imaginó con la vestimenta típica de un miembro de la banda que el mal tino exótico de alguien bautizó como “Los Aguacates”, pero vaya si era preferible recordarlo con los pantalones de mezclilla o de cuero bien untados, las botas industriales altas hasta media pantorrilla, la playera de mangas recortadas y algún estampado heavymetalero, la chamarra
recubierta con estoperoles, la cabellera larga, el arete pequeño, las pulseras de piel, una cadena colgada al cuello… en lugar de la ruina pandrosa que ahora veía girar de nuevo el rostro al frente, asir el largo manubrio del carrito basurero, vestido de cualquier manera con unos pantalones guangos, una camisa de color indefinido que le quedaba enorme, unos zapatos que debieron llegar a sus pies luego de mucho tiempo de haberle servido a los pasos de alguien más.
“Te quedaste en el viaje, compañero”, pensó él sin remedio, moviendo la cabeza negativamente, mientras una capa profunda del recuerdo se apretó hasta doler, porque con todo y ser el despojo caricaturesco de sí mismo, era una suerte verlo; así, pero vivo al menos; enmudecido y con la mirada descompuesta, pero respirando; con la mente de seguro estropeada, pero con el corazón latiendo y las piernas andando… y en la calle, lo cual para El Loco valía nada menos que como una reconquista: visita tras visita a la colonia, él se fue enterando de que la familia de Luis lo llevó a la fuerza, varias veces durante años, a un centro de rehabilitación para adictos, y que invariablemente se escapaba para regresar con su banda, al volver a casa de nuevo lo llevaban a rastras a la desintoxicación, pero más tardaban en dejarlo allá que Luis en reaparecer en Altavilla, hasta que la familia resolvió dejarlo en casa pero impedirle asomarse a la puerta siquiera, con el resultado de que El Loco brincaba por la azotea una vez y otra, lo que zanjaron definitivamente encerrándolo en una de las habitaciones, de la cual no volvió a salir durante… ¿cinco, diez años, tal vez más? Los suficientes para exasperar a su madre, que siempre se hizo cargo y vaya a saber cómo aguantó, hasta el día en que ya no más y prefirió irse a vivir a otra parte, aunque al parecer para entonces El Loco ahora sí lo estaba, es decir clínicamente, más allá del consumo de drogas que le fundió parte del cerebro y más allá también del apodo que siempre lo había acompañado.
Ahora ya podía salir del cuarto y de la casa, sin riesgo de perderse durante días ni de inyectarse, fumar o inhalar nada: no le hacía ninguna falta para seguir en ese flanco de la realidad que él vio cómo atisbaba desde hacía tanto, para victoria triste del lugar común que llevó a los hechos una locura de juguete, aquella que le alcanzaba tan bien, por ejemplo, para volver muy vívido el juego de que sus patines del diablo —pues El Loco también tuvo el suyo algún tiempo— eran auténticas motocicletas con grandes faros, enormes motores ronroneantes y escapes muy ruidosos.
Las pequeñas ruedas torpes del carrito con los tambos protestaron cuando Luis empujó para irse y, con una última mirada a sus espaldas, él hizo el intento, medianamente exitoso, de imaginar que lo veía alejarse montado en su patín del diablo marca Harley Davidson.
NTX/LT/VRP/JC