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Cultura

José María Espinasa: en busca de una política del texto

 

Por Julián Crenier

[Orbitar en una escuela crítica literaria distinta a la que estableciera Octavio Paz o Carlos Monsiváis es la intención del ensayista y poeta José María Espinasa en su nuevo libro, mismo que da a conocer hoy en el Museo de San Ildefonso a las 17 horas.]

 

México, 30 de enero (Notimex).— El día de hoy el poeta, ensayista, periodista, editor, crítico, y actual director del Museo de la Ciudad de México, José María Espinasa (1957), presenta su nuevo libro Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968), publicado bajo el sello Ediciones Sin Nombre. Espinasa ha dedicado una parte considerable de su vida —más de 40 años— a leer, estudiar y escribir acerca de la literatura mexicana contemporánea. Lo que pretende con este libro es plantear una narrativa de lo que ha ocurrido con la literatura en México a partir de la publicación de la antología Poesía en movimiento (1966) y de uno de los acontecimientos sociales más importantes de la historia moderna del país: el Movimiento Estudiantil de 1968.

 

Historiar las generaciones

—¿Cómo fue el ejercicio de clasificar a todos estos escritores y reunir los textos que usted escribió acerca de ellos?

      —Tengo muchos años de hacer crítica literaria, reseñas, artículos de más alcance y de estar en contacto con la literatura mexicana en su evolución día a día. Como casi todos los periodistas culturales acumulamos una enorme cantidad de cuartillas de trabajo: lecturas, miradas sobre el fenómeno literario, la mayoría de las veces son hojas de un día, dar noticia de la aparición, reseñar un libro, pero a veces los escritores queremos darle a eso una dimensión mayor y duradera en el tiempo. Yo ya he escrito cuatro o cinco libros sobre literatura mexicana de distinta índole, incluido la Historia mínima de la literatura mexicana en el siglo XX [El Colegio de México, 2015]. Cuando empecé aquel libro me dije a mí mismo que iba a ser pan comido. Pensé que al tener todo ese material acumulado iba a ser cuestión de ordenarlo, pero resultó que no. Escribir la historia de un trabajo es distinto que hacer un análisis o reseña.

      “La Historia la escribí como eso, como un mapa que ayuda al lector a ubicarse en un continente literario preciso, y el material que no utilicé se quedó esperándome. Pero tomar la reseña y publicarla tal cual es algo absurdo, porque el contexto ya está perdido y se revelan más los errores que las virtudes de esa reseña cuando el tiempo pasa. Por eso es que necesitaba un trabajo de reelaboración, ordenamiento, decisiones de carácter metodológico que una beca del Sistema Nacional de Creadores me facilitó. Así fue como establecí un periodo, el cual fue de 1968 para acá, tomando en cuenta las generaciones que estaban activas en el movimiento del 68. La arquitectura de Para una política del texto nace de una revisión de la propuesta que hace Octavio Paz para la literatura mexicana a partir de su regreso a México [después de la renuncia al cargo de embajador de México en la India después de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco] y de su trabajo en dos momentos fundamentales: la elaboración de la antología Poesía en movimiento y de la revista Plural [1971-1994]”.

      —¿Es un libro formulado con una visión académica o que prescinde de ella?

      —Si algo me queda claro es que no soy un académico. ¿Qué soy? Me gustaría que se pensara en mí como un ensayista literario en el sentido más libre del término. Pero eso lo decide el lector. No soy un académico porque mi investigación no se basa en descubrir fechas de nacimientos, publicaciones, y sus variantes. No soy un historiador, sólo escribí la Historia porque justamente era mínima —ríe—. Si no hubiera sido así, no habría sido capaz de hacerla. Este libro ya es más extenso porque dejo que cada momento decida un camino metodológico, estilístico, conceptual, e incluso sentimental. A veces hablo acerca de mis recuerdos con tal o cual escritor y cómo su amistad me afectó. Pongo un ejemplo: Juan Carvajal es uno de los grandes poetas de la década de los cuarentas, pero empezó a publicar con mi generación. Si tomamos la fecha de sus primeros libros es alguien que empieza a publicar en los setenta. Pero si tomamos su vida biográfica es compañero de Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Sergio Pitol, y aun así pertenece a la generación de medio siglo.

      —Algo similar sucede con David Huerta, ¿no es así?

      —David Huerta, quien es amigo mío, es uno de los últimos poetas de la generación anterior a la mía, pero su primer libro aparece cuando yo tengo 15 años [1972]. Entonces yo creo que en ese sentido este libro es una propuesta de lectura de los ríos subterráneos de las estéticas y las políticas del texto en los últimos cincuenta años.

 

Una paradoja provocada

—Ya que dijo hace un momento que dejó colar el aspecto sentimental en el libro, por las diferentes amistades que tuvo y tiene con los escritores que incluye, ¿cree que de alguna manera la parcialidad aunó a la construcción del libro?

      —Una de las cosas que tenemos que reconocer es que la imparcialidad es imposible. Escribir sobre una literatura que no me gusta me parecería absurdo. Todos los escritores que incluyo me interesan. Puedo ser, desde ese gusto e interés, crítico con ellos. Pero si a mí me dices que escriba algo sobre la novela rosa, no sería el adecuado. Habrá otros escritores a los que les entusiasme ese género, pero a mí no. En este caso no es un libro imparcial, es un libro que toma partido, lo que no estoy seguro es cuál. Es una paradoja, pero una paradoja provocada. No me interesa tener razón, me interesa tener razones. El matiz del singular y el plural es importante porque diversifica. La literatura mexicana, con figuras como Octavio Paz o Alfonso Reyes, es una literatura que parece articulada a un eje que la hace orbitar alrededor de su poder de atracción. Sea para coincidir, sea para disentir. Afortunadamente la literatura que surge después del 68, y en buena medida gracias a las propuestas de Paz, ya no es así. No tenemos que depender de un padre fundador. Este libro, de cierta manera, quiere escaparse de las clasificaciones orbitales de la escuela de Octavio Paz, de Carlos Fuentes, de Carlos Monsiváis, de José Agustín o de Juan García Ponce. Lo que me interesa es justamente lo contrario: las diferencias, la diversidad, los choques entre estéticas. Me gusta la poesía casi religiosa de Elsa Cross, la poesía violenta de Jaime Reyes o la poesía con ganas de ser popular de Ricardo Yáñez.

 

“El precio de la libertad expresiva fue la ausencia de lectores”

—Hoy por hoy, a raíz de este libro, ¿cómo ve las cosas?, ¿cree que ya no existe ese liderazgo o, si me permite decirlo, cacicazgo literario-cultural que hubo con Monsiváis, Fuentes y Paz?

      —Yo creo que ese cacicazgo del que hablas ha desaparecido. La literatura mexicana vive un momento de una libertad muy atractiva. Todavía no sabemos qué hacer con ella, pero ahí está. Los escritores más jóvenes que yo ya no están pensando en si son cosmopolitas o nacionalistas, esas discusiones ya no les interesa, ya las resolvieron. La circulación de información por la web, la tentación de valorar el éxito comercial como cualidad literaria, son cosas peligrosas. Decir que un escritor que vende mucho es malo es una tontería, pero también lo es, o peor, decir que si vende es bueno. A lo que aspira un libro como el mío es a restituir la esfera de lo que Gabriel Zaid llama “la conversación”, donde nos puede gustar una novela realista de Martín Luis Guzmán, un relato fantástico de Juan José Arreola, o una novela negra de Élmer Mendoza. Ahí lo que propone mi libro es una disposición a leer con la misma libertad con la que se escribe. Si consiguiera eso me sentiría más que satisfecho.

      —El libro tiene una frase muy bella, pero trágica: “El precio de la libertad expresiva fue la ausencia de lectores”. ¿Cree que eso siga siendo una constante en nuestra literatura?

      —Me temo que sí. Me gustaría que no fuera cierto, pero lo es. Muchos de los escritores que trato no son suficientemente leídos. Si vas a buscar sus libros, no los encuentras. No se les está reeditando, no se les promociona, y si llegan a estar en librerías, no han conseguido entablar un puente entre ellos y sus lectores. Por otro lado, como demuestran autores como Federico Campbell o Esther Seligson, uno no tiene por qué aspirar a tener cien mil lectores. En esa famosa polémica de los años veinte entre Juan Ramón Jimenez y Pablo Neruda, donde pelearon por si se escribe para la mayoría o para la minoría, hubo una intervención de Xavier Villaurrutia, que era muy inteligente y hábil, donde dijo: “Yo escribo para la mayoría, siempre y cuando la mayoría sean unos cuantos”. Por ahí va la cosa. Escritores de mi generación que tienen éxito de público como Juan Villoro, Enrique Serna o Carmen Boullosa, son cualitativamente muy buenos y comparables a otros que tienen trescientos lectores. Eso no es lo que determina la calidad, eso más bien lo hace el diálogo entre tendencias y gustos. La literatura mexicana es muy diversa. Cuando aparecieron Pedro Páramo [1955] y El Llano en llamas [1953] se pensaba que ya no se podía escribir más sobre el campo porque ya tenía sus catedrales deslumbrantes. Pedro Páramo, la mejor novela escrita en México y la segunda mejor escrita en lengua española después del Quijote, según García Márquez. Después, en los años setenta, empezaron a surgir narradores que venían de Rulfo y que eran extraordinarios. Por otro lado, la Onda nace con un muy joven José Agustín que escribe obras maestras, pero la vivacidad y gracia que tenían sus textos en los años sesenta y setenta se fueron diluyendo en los ochenta y noventa. Margo Glantz formulaba la disyuntiva entre Onda y Escritura, y en aquellos años la batalla la ganó la Onda… Cuarenta años después la ganó la Escritura, no hay mucha duda. Pero alguien me podrá decir, en otros años más, que una vez más la ganó la Onda. Los juicios no son absolutos.

      —Todo depende mucho también del contexto, del momento, ¿no lo cree? En un futuro la historia juzgará todo lo que estamos diciendo el día de hoy.

      —El contexto cuenta mucho, claro, y los gustos son cambiantes. Pero también hay cosas por las que apostamos. No me imagino una época de la literatura latinoamericana en que la gente diga: “Los lectores de finales del siglo XX y principios del XXI decían que Pedro Páramo es una obra maestra, ¡pero vean lo mala que es!”. No, eso no me lo imagino. Ahí hay, espero, un principio absoluto. Por otro lado, sería muy sano tener una mirada desmitificada del propio Juan Rulfo.

 

Ausencia de polémicas literarias

—Cuando menciona que Octavio Paz fue el escritor que abrió esa modernidad estética en la literatura mexicana del siglo XX, ¿cree que esa es la manera de hacer las cosas de los escritores actuales?, ¿intentar abrir caminos nuevos para la escritura en lugar de partir de lugares, tópicos y motivos compartidos?

      —Si tuviéramos muchos escritores de la calidad de Paz, sería una fiesta literaria. Pero no sólo es su calidad, es su actitud. Se peleaba con todos, lanzaba nuevos autores que descubría, discutía con Monsiváis por cuestiones políticas o literarias, se ponía en juego. Que en eso hay siempre riesgo de ser impositivo y dogmático, sí. Al proponer su mirada crítica, es ejemplar. En mi libro manejo que Paz trajo una idea de la modernidad muy atractiva para la literatura mexicana, pero esa misma idea acabó siendo una limitación. Es una paradoja que siempre trato de poner en juego. El Paz de “Piedra de Sol” [dentro de Libertad bajo palabra, 1960], el de Blanco [1967] y el de Pasado en claro [1975], no es el mismo. ¿Cuál prefiero yo? Probablemente el de Pasado en claro. Y hubo una época en que me peleaba para decir que no me gustaba nada su Blanco. Uno va transformando su relación con esos textos, pero es evidente que hay cambios en Paz, que no es el mismo a lo largo de su obra. Un poeta tan abstracto como el de Blanco se transforma en autobiográfico en Pasado en claro. Independientemente de eso, no tengo por qué renunciar a ninguno de los tres.

      —Creo que justamente su valor está en el cambio, en tomar riesgos, en fundar nuevos caminos para continuar con su poética, pero también en abrir y no temer a la discusión literaria, como usted dice. ¿Cree que esa discusión haga falta hoy en día en el quehacer literario?

      —Sí. Hoy en día no tenemos revistas, no hay nadie que esté proponiendo cosas. Digo, hay muchas publicaciones, pero si uno piensa en Plural o en el suplemento de Monsiváis de los años setenta, había una vitalidad que ahora no tenemos. Eso sí es una cosa que todavía no sabemos manejar. Probablemente tenga que ver con que estamos en una época de transición y que, según los expertos, esa discusión se tenga que desplazar a las redes. Hasta ahora no ha ocurrido, las redes son un terreno del insulto, pero no de la polémica. No hay realmente una costumbre de polemizar en México. Ojalá un libro como el mío contribuya a eso.

      —Estoy totalmente de acuerdo.

      —Te cuento una anécdota bastante representativa de lo que un libro como el que acabo de publicar puede tener de defecto o de virtud: en una conferencia sobre poesía mexicana expresé ideas sobre un poeta (que ya no trato en el libro porque es más joven) y al acabar, él, que estaba entre el público, se acerca y me dice:

      “—Hace 25 años dijiste todo lo contrario sobre mi poesía.

      “—Y en los dos casos tengo razón… ―le respondí.

      “¿Qué quise decir con eso? Que no me importa contradecirme, cambiar de miradas, de aires. Lo que quiero es entusiasmarme y compartir esos entusiasmos. No diría que es un proceso de maduración porque eso querría decir que lo que digo hoy es más legítimo que lo que decía hace 30 años, y este libro es el ensamblaje de esas dos visiones. Quise que no se notara tanto la diferencia, pero que sí se pudiera ver un proceso”.

 

“Construir la cultura de un país al que criticaban”

—Pensando en el 68, ¿cree que las desgracias de México han hecho que se edifique su gran riqueza cultural?

      —Las desgracias y las alegrías… Todo lo que ocurre contribuye a la riqueza de una cultura. En busca del tiempo perdido [1913, de Proust] se escribe en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial y El hombre sin atributos [1943, de Musil] durante la Segunda Guerra Mundial. El 68 fue una traición del Estado a sus cachorros. ¿Qué era lo que el régimen emergido de la Revolución cacareaba en todos lados? La educación, las universidades, la formación de los jóvenes. Y de pronto esos jóvenes educados quisieron pedir cosas y el régimen demostró su lado terrible. ¿Qué pasa a partir de eso? Mi libro tampoco es un estudio sociológico o política de partidos e ideologías. Es, más bien, la política dentro del texto. Aspira a ser un rizoma, como decía Deleuze. En lugar de ir de la A a la B y de la B a la C, te llevo de la A a la H y de la H a la Z, y a ver cómo le haces para conectarlas. Ese es el desafío.

      —¿Cómo fue para esta generación de escritores eso que usted dice en el libro: “Construir la cultura de un país al que criticaban”? ¿Cómo se da eso?

      —Creo que ese es el ejercicio que nos heredó Paz: la mirada crítica. No es una mirada de picapedrero, es una mirada de arquitecto, de constructor. A veces hay que tumbar lo que está mal hecho, y eso incluso es construcción. Yo creo que el escritor tuvo un momento de autoridad en México que hoy por hoy ha perdido. Y la manera que tiene de recuperarlo no es modificar su talante ni su vocación crítica. ¿A qué lo llevará eso? No sé si le harán caso o no, pero no depende de eso. Hay que correr los riesgos de no tener eco en el público y que las ideas que presentas no sean compartidas por otro, pero sí hay ponerlas en juego porque son las que a ti te entusiasman.

NTX/JC/VRP

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