Tal cual, narraba Rius que en los tiempos muertos de su empleo como telefonista de guardia nocturna en la agencia funeraria Gayosso empezó a dibujar y a imaginar, hasta que un día logró colar sus nacientes obras en la revista Ja Ja.
Esta era una publicación sin compromiso, salvo publicar chistes, monitas de cuerpos fantasiosos y escasa ropa. Pero no era lo que hacía el michoacano recién avecindado en la gran capital.
Y era más que obvio que tronaría. Y tronó. Lo echaron porque le daba contenido crítico a sus obras y ponía en riesgo el apoyo oficial a la publicación. Y a otras más que dependían de aquel Excélsior, tan libertario, tan plural.
Le pasó lo mismo cuando probó suerte en La Prensa, pero en ese medio, me platicó, el director para echarlo puso la tenebrosa escuadra en la mesa de trabajo y le apuntó. Creo que no valía la pena reclamar derechos, se fue.
Con Naranjo, otro de los grandes, enormes, no ha mucho retirado, coincidimos en Sucesos para Todos, propiedad de Gustavo Alatriste, a su vez en esos momentos propiedad de Silvia Pinal. Cada uno pudo desarrollarse sin limitaciones, los dos artistas llegaron al infinito; yo, donde estoy, y estoy bien, no juzguen.
Con Rius igualmente colaborábamos en la revista Política, de Manuel Marcué Pardiñas. Portadista ocasional, Rius hizo la inolvidable gráfica del presidente Díaz Ordaz vestido con la faldita, el blusón y todo el atuendo de los acólitos incluyendo su velón encendido en las manos.
La portada, claro, con un vetarro bilioso como el poblano, fue más que suficiente para que clausuraran nuestra publicación, previa invasión armada con cateo de escritorios, arrasamiento de textos y todas las estupideces que tan bien saben hacer los llamados agentes del orden.
Un incidente en esa ocasión: don Rosendo Gómez Lorenzo, un canario de historial abundante en actos audaces, según el lado en que milites, cargaba siempre una joya que me imagino quería más que al resto de los colaboradores.
Era una bellísima escuadra polaca que dejaba descansar en un cajón de su escritorio.
Cuando el tipejo que dirigía la valerosa acción quiso meter mano al cajón, don Rosendo, voz de trueno, le dijo: “No compañero, yo voy a sacar de allí mi arma… y no permito que ustedes la toquen porque se la van a robar…”
La cara del zángano fue de antología. No respondió, don Rosen se fajó su fusca y salimos a la delegación, creo que todavía a la Sexta, donde nos dijeron no sean maldosos y váyanse a sus casas.
Rius, cuyo nombre proviene del lenguaje tarasco o michoacano en general que cambia la e por i, la o por u y así, originario de Zamora aunque muchos lo acusábamos de haber nacido en Tingüindín, a unos cuantos kilómetros, su familia era de prosapia eclesiástica. Varios obispos Del Rio y hasta cierta cercanía familiar con un tan Maciel, lo llevaron al seminario. No sé a cuál.
Lo importante es que a este joven “de los Rius del obispu” El paso entre curas lo ilustró, lo hizo convencerse de que la ciencia enseña más que la fe. Y por allí caminó cuando todos o casi todos los senderos se le habían bloqueado.
Hizo su primera historieta con un editor liberal que se jugó en favor de una apertura, la crítica mordaz al sistema que sin mencionar funcionarios de actualidad, le daba un arrastrón a la burocracia corrupta, a los políticos trapecistas, a los eunucos prestos siempre a poner las cuatro patas en el piso y el trasero al aire: sí señor, lo que usted diga.
Historia nacional, el editor positivo, hasta cierto punto revolucionario e izquierdoso, quedó asombrado de la acogida de los cuentecillos de Rius. Finalmente era la primera ocasión en que sin sectarismo ni poses de dioses en el Olimpo, se hablaba de los asuntos que más dolían a los mexicanos.
Digámoslo así: nunca antes se había puesto en juicio el sistema, y nunca antes se habían abordado los asuntos más terrenos de la sociedad sin matices ideológicos, sin cargas filosóficas incomprensibles para el común de las mortales. Por fin entendíamos lo que no sabíamos que nos afectaba.
Lo curioso fue que de pronto el editor decidió registrar todo lo registrable y convertir a Rius en su gato. No lo aceptó, dejó que su obra muriera en manos de un tal Ochoa y, con sencillez, recreó otra en la que su pasada experiencia le permitió mejorar ambientes, ahondar en temas, superar –en una palabra– lo que ya era una obra casi maestra.
Y Rius siguió con libros formales en los que ponía en duda religión, salud, educación y así. Un verdadero maestro que ya lo era desde los viejos tiempos de Sucesos y el suplemento célebre que tituló Siembre… en el que hacía una parodia magistral de los entonces endiosados articulistas de don a José Pagés Llergo.
Y aquí paro, porque una vida de tal intensidad se entrecruza con todos, y no todos caben en una mención junto al hoy añorado joven “De los Rius” de Zamora.
Maestro monero
Eduardo del Río “Rius” caricaturizó al poder hasta la excomunión
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