Por Víctor Roura
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El pasado 15 de enero el novelista Ignacio Solares, oriundo de Ciudad Juárez, llegó a la feliz edad de los tres cuartos de siglo.
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La única invasión latinoamericana que ha sufrido Estados Unidos, perpetrada por los hombres de Francisco Villa, sirvió a Ignacio Solares (Chihuahua, 1945) para armar su novela Columbus (Punto de Lectura, 2003) en la cual el protagonista, el viejo Luis Treviño, narra a un periodista, supuestamente el propio Solares, las vicisitudes de aquella epopeya revolucionaria: “Desde fines de enero [de 1916], Villa intentó la invasión por el rumbo de Ojinaga, pero fueron tantas las deserciones (nomás los rumores hicieron huir a la mitad de nuestra gente) que prefirió posponerla un par de meses. Por eso luego ya fue en Palomas, pequeña ciudad fronteriza a unos cuantos kilómetros de Columbus, donde Villa nos hizo saber su decisión. Esa tarde del 8 de marzo nos habló como yo no lo había oído, con una inspiración que le quebraba la voz y lo obligaba a detenerse a cada momento por la cantidad de lágrimas que derramaba. Nos juntó a sus casi cuatrocientos hombres (después de que la División del Norte tuvo miles) en la falda de un monte, y él se puso en el lugar más alto para que todos lo oyéramos bien y no nos quedara lugar a dudas de lo que decía”.
―Muchachos ―dijo Francisco Villa, arengando a su tropa―, ora sí llegó el mero momento bueno en que se decidirá el futuro de nuestra amada patria, y a ustedes y a mí nos tocó la suerte de jugarlo. ¡Vamos, pues, a jugarlo valientemente! Ya aquí, ni modo de rajarnos. Nuestro resto a una carta, como los hombres que traen bien fajados los pantalones para apostar. O lo ganamos todo o lo perdemos todo, total. En esta frontera de Palomas está la raya mágica que nos separa de la gloria o de la perdición. Estamos muy cansados, lo sé, por eso no podemos esperar más, ni un segundo más. Son muchos años de pelear desde que nos levantamos contra don Porfirio…
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Villa recordó a Madero (“el hombre al que yo más he querido y respetado, por el que me inicié en este asunto de la guerra, y por quien aún sigo aquí”), mostrándoles incluso, extrayendo de un bolsillo de la casaca, del lado del corazón, una foto de Madero, que siempre lo acompañaba a donde fuera, “en las buenas y en las malas”. Esta foto, dijo Villa, “la veo yo a cada rato y se me llenan los ojos de lágrimas y se me quitan los temores que a todos nos dan. Me digo: si él dio su vida que valía tanto, ¿por qué no yo la mía que apenas si vale? Y veo la foto y me entran las ganas de luchar por los ideales que nos dejó y de acabar hasta la extinción total de sus asesinos. Asesinos que, hoy lo sabemos, están allá ―y señaló hacia tierra mexicana―, pero también, y sobre todo, están allá ―y señaló hacia tierra norteamericana―. Fueron los gringos quienes utilizaron al traidor de Victoriano Huerta para derrocar al presidente Madero. Así como hoy utilizan al traidor de Carranza para apoderarse del país y robarse los mejores frutos de nuestra tierra. Esos mismos gringos ladrones que pretenden manejar nuestros gobiernos a su antojo, quitar y poner autoridades como se les pega la gana y según lo dictan sus intereses económicos y políticos. Hablan de democracia, ya ustedes los han oído, pero a nosotros nos tratan como animales si llegamos a trabajar a sus tierras”.
Tuvo que interrumpirse, dice Luis Treviño, “porque las lágrimas ya no lo dejaron continuar, y quizás fueron esas lágrimas las que terminaron de inflamar nuestro ánimo para levantar al unísono nuestras armas” y gritar vivas a Villa y a Madero.
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Pero, bueno, la historia corrobora la ausencia del Centauro del Norte en aquella lamentable invasión (“Villa no entró a Columbus ―dice Treviño―, nunca he entendido por qué después de cómo nos habló”), sino el guerrillero se quedó en Palomas, “y Pablo López salió al frente de la columna. Sólo la mitad de nosotros, o menos, iba a caballo (una de las instrucciones era, precisamente, hacernos de los caballos del cuartel, con la mala suerte de que nosotros mismos los matamos), pero como Columbus estaba a tiro de pájaro de Palomas, no parecía problema que los hombres de a pie llegaran a reforzarnos una vez que estuviéramos en la ciudad y tuviéramos controlada la situación, lo que tampoco sucedió, y por eso los hombres de a pie fueron de los que más mataron. Los pobres llegaron al centro de Columbus corriendo, ahogándose, con sus armas desvencijadas, cuando nosotros los de a caballo ya salíamos huyendo, por eso les fue como les fue”.
Entraron a Columbus exactamente a las cuatro y cuarto de la mañana. Luis Treviño lo supo “porque uno de los primeros tiros que disparamos le dio al reloj de la aduana, deteniendo su funcionamiento. No me di cuenta durante esa misma noche, por supuesto, pero luego al ver las películas que filmaron los gringos lo descubrí. De un lado de esa calle principal, apenas a la entrada, estaba, en efecto, el cuartel con sus quinientos soldados dormidos: el XIII Regimiento de Caballería de Estados Unidos, al mando del general Herbert Slocum. Del otro lado de la calle, quién podía adivinarlo en la oscuridad, estaban los establos. Pablo López nos dijo: al primer disparo que suelte, todos al galope, al grito de ‘¡Viva México! ¡Mueran los gringos!’, y a acabar con ellos, muchachos; que no quede uno vivo, señalando en seguida, para su desgracia, el lado equivocado de la calle. Fue un volado y lo perdimos, como nos ha pasado tantas veces en la historia de México. ¿Qué hubiera sucedido si Pablo López atina?”
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Mataron a los caballos en lugar de los soldados. Otro error: en su frenético entusiasmo, la tropa, más en el desmadre que en una estrategia guerrera, prendió fuego a la tienda Lemon and Payne (“o quizás fue un accidente ―dice Luis Treviño―, ¿por qué echarnos a nosotros mismos la culpa de todo?”), “atiborrada seguramente de artículos inflamables [los revolucionarios ya sabían que ahí vendían armas], lo que iluminó en forma esplendorosa la calle por la que andábamos con nuestro relajo”, señal, la del incendio, que ubicó perfectamente a los invasores, que fueron, con prontitud, aplastados cuando los gringos se levantaron.
La novela es la crónica, contada por uno de los villistas, de la descabellada irrupción de la menguada División del Norte al territorio estadounidense, pero es también la historia de amor del viejo Luis Treviño con Obdulia, una jovencita que abandonó todo por acompañarlo con los revolucionarios, acabando siendo de otro (o de otros, no se sabe en realidad) a espaldas de su primer amante, aunque asimismo también se sugiere que la mujer pudo haber sido violentada para aceptar los favores del desconocido (o desconocidos, quién sabe), si bien ella calló para sí la desvergüenza. Porque se sabía, entre los guerrilleros, que nadie podía hacer escándalos con una mujer (“el general Villa no soportaba oír los ruidos del amor”), a la que, se decía entre la tropa, odiaba el líder opositor: una vez, en Camargo, mandó fusilar a más de noventa, dizque por inútiles.
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También de Ignacio Solares, en 2003, Punto de Lectura reeditó Delirium tremens, el reportaje novelado sobre todos esos fantasmas producidos por la demasiada ingestión de bebidas embriagantes.
“Descrito por primera vez en el año de 1813 ―apunta en el prólogo el doctor José Antonio Elizondo López, entonces coordinador del Programa de Rehabilitación de Alcohólicos del Hospital Psiquiátrico del Instituto Mexicano del Seguro Social―, el delirium tremens nunca había sido abordado desde un horizonte literario y descriptivo tal como lo ha hecho Ignacio Solares en esta obra”.
Las alucinaciones visuales son quizás el síntoma más dramático de este cuadro, prosigue el galeno, “y es justamente esa esfera sensoperceptiva alterada del alcohólico la puerta de entrada por la que Solares se introduce. El reto: aventurarse en la profundidad del sujeto y contemplar cómo la experiencia alucinatoria puede cambiar su trayectoria existencial”.
Para dicho libro, publicado originalmente en 1979 (a sus 34 años de edad), el novelista recurrió a un sinnúmero de enfermos y los instó a que le contasen sus arrolladoras vivencias. “Veía angelitos como burbujas que, al estallar, se convertían en pura luz ―cuenta un afectado―. Una luz incandescente que terminaba pintándose de colores como fuegos artificiales. Salían de atrás de los muebles, de las grietas de la pared. Eran hermosos, con alitas blanquísimas. Volaban hacia mí sonrientes y con unos ojos dulces”.
Les gritaba para que acudieran en su ayuda: “Estallaban en el aire. Los flashazos inundaban la pieza de colores encendidos. Parecía un juego de lo más divertido. ‘Si pesco uno, lo guardo en el bolsillo y luego le compro una cajita de cristal para que adorne la mesa de centro de la sala. No cualquiera tiene un angelito como éstos’, pensaba. Pero cuando mis manos los rozaban se desvanecían”.
Y lo que en un principio parecía un juego, lentamente se tornaba en una insuperada angustia. “Me dolía el estómago y la respiración se me alteraba. ¿Qué estaba sucediendo si todo parecía tan divertido? Entonces descubrí que uno de ellos llevaba un tridente en las manos”.
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No sólo está ese perverso divertimiento, que por supuesto no lo es para el delirante, sino también hallamos una vida disparatada e inconsecuente. Y esto no es moralismo. Ignacio Solares jamás se permite ni siquiera, como buen literato, el apéndice de las moralejas. Sólo transcribe y ordena las declaraciones: “Una noche ―dice el mismo hombre de los angelitos―, también después de una apasionada relación sexual, le puse una pistola entre las cejas y la obligué a contarme con detalle las relaciones amorosas que tuvo antes de conocerme. Mi índice temblaba sobre el gatillo al escuchar las intimidades que vivió con otros hombres. Estuve a punto de disparar, ahora lo sé. Y enseguida habría llevado la pistola a mi sien para seguirla al más allá, fuera el que fuera”.
Solares se dedicó a escuchar con paciencia, y quizás a veces sin poder contener su propio espanto, las escalofriantes escenas, como la del hombre a quien una voz desconocida ordenaba hacer cosas realmente asombrosas: “Estoy con hambre frente a un sabroso platillo y voy a dar el primer bocado cuando viene la orden: no comas. Y ya no hay manera de tragarlo. O estoy a punto de conciliar el sueño cuando me anuncia: esta noche no pegarás los ojos. Y no los pego. Una tarde estaba en una cantina, conversando con un amigo, y la orden fue: desmáyate. Y empecé a marearme y a los pocos minutos me fui de boca contra la mesa”.
Otro enfermo lo era a instancias de su progenitor: “Y es que mi madre corría a mi padre cuando llegaba tomado. Lo corría feo, hasta de golpes le daba. Y como yo era el menor de seis hermanos (y su consentido) me llevaba con él a dormir a los establos. Mi padre decía que solo no se iba, que prefería morir a dormir solo en la oscuridad. Más de una noche la pasamos en vela porque el pobre no dejaba de llorar. Lloraba, abrazado a mí. Lloraba y bebía y me daba a beber de la botella. Entre el frío y la tristeza, pues yo también me fui acostumbrando al calor del alcohol”.
Este hombre, con el tiempo, veía animales en su vida: “En mi primer delirio vi clarito que mi padre era un toro y se echaba sobre mí, bufando y rascando el piso con las patas así como los toros de lidia rascan la arena. Se me echaba encima y yo sentía la cornada en un costado. Era mi padre, sólo que era también un toro con cuernos y hocico y todo. Como que lo más suyo eran los ojos. Me daba la cornada en un costado y luego se echaba hacia atrás para preparar la segunda embestida. Retumbando el ruido de sus pisadas en toda la pieza. Yo grité, quién sabe cuántas cosas dije”.
Cuando entró la enfermera (porque el hombre ya estaba recluido en un centro psiquiátrico), la vio “como si fuera una gata enorme, casi un puma, aunque yo sabía que era una gata muy crecida. Yo suplicaba que no se me acercaran, aterrado. Y así fueron entrando: mi mamá como si fuera una gallina. Uno de mis hermanos, un perro. Mi amigo más querido, un caballo, que relinchaba y estaba a punto de patearme. Uno de mis hijos, un osito que apenas si levantaba unos treinta centímetros del suelo, se subía a la cama y me lamía las mejillas, y yo lo apartaba a manotazos. El cuarto se llenó de animales que ladraban o mugían o maullaban o relinchaban o bufaban”.
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Había quien hablaba apaciblemente con Mozart, y otros que seguían teniendo delirium tremens después de cuatro años de haber dejado de beber, pero lo más recurrente es la aparición de Dios y del Demonio en un contraste equilibrado. “El problema del alcohol ―dice un enfermo― es que tienen todas las de ganar los demonios. Entra uno en contacto con los espíritus más negativos de este planeta (basta ir a una cantina y ver las expresiones de los borrachos para darse cuenta). Pero también es indudable que gracias a esos demonios es posible reconocer la contraparte: los ángeles, que esperan nuestro regreso”.
Muchos dicen haber hablado con Dios, aunque no reproducen los diálogos. El encuentro con el Ser Supremo, sea la forma que éste tuviera, siempre ha hecho recapacitar y prácticamente reconvertir a la mayoría de los ex bebedores. Se transforman en prosélitos de Dios y andan, entonces, convenciendo a la gente, bebedora o no, para que rehagan su camino, equivocado o no. “Me instalé en la misma pieza del sótano, sin ventanas ―dice un enfermo―, con las fotos de mis hijos en la pared, y le escribí a Dios. Le decía que me ponía en sus manos, que sólo Él con su infinita bondad podía salvarme, que si había sido un poseso del demonio, ahora sólo quería serlo de Él, que me señalara el camino”.
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Pero el hombre que veía a las ratas de veras que sufría. El relato que cuenta Solares, que a su vez le fue contado por un paciente, es definitivamente estremecedor: “Estaba acostado y la vi posada sobre mí, en el embozo de la sábana. Me miraba con sus ojitos centelleantes. Me temblaba todo el cuerpo, pero no me movía. Sentía miedo de sentir miedo”. La rata nada más abría el hocico para mostrarle sus dientes, “blanquísimos y filosos”.
Como para dejar de beber por siempre.
O de no abandonar el trago jamás…
NTX/VRP/JC