*A 75 años de la liberación del campo de concentración
Jesús clamó a Dios pidiendo auxilio, y Dios no lo ayudó. Un hombre gritaba angustiado en la oscuridad, pero Dios estaba al otro lado de su montaña. Lo oía, pero, ¿qué podía oír que no hubiese oído antes?
Bernard Malamud, El reparador
Para los millones que no conocí. Una luz en su camino.
Por Luis Valdés Robles
México, 27 de enero (Notimex).— “¿Por qué no se suicida usted?”, disparaba a bocajarro Viktor E. Frankl cada que uno de sus pacientes le desgranaba sus sufrimientos y complicaciones durante algunas sesiones de logoterapia. Quizá él era de los pocos autorizados (si se me permite el verbo) para cuestionarlo: había sobrevivido a un campo de concentración.
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He visto cuerpos mutilados en afanes de amenaza y venganza; he visto casquillos humeantes junto a charcos de sangre coagulada; escuchado ayes de dolor, y visto lágrimas de angustia y pérdida más veces de las que quisiera… pero… ¿cómo dimensionar la “vida” en un campo de concentración?
El mero eufemismo del nombre es conflictivo, ¿a qué alude?, no a una actividad intelectual intensa; sí a la antesala de la muerte.
Para aquellos que los concibieron fue lo apropiado; la ambigüedad en el lenguaje desvirtúa la relación humana: números en vez de nombres facilitan el distanciamiento y privilegian el odio. Borrar un número es más sencillo que tomar una vida.
En los agónicos días finales de la Segunda Guerra Mundial, un joven judío, György Köves es deportado de su natal Hungría a Oświęcim, Polonia, al campo de concentración y exterminio más grande: Auschwitz. El muchacho nos cuenta su devenir, su relación con “los otros europeos” deportados, los del Este y más allá, sus sufrimientos y esfuerzos por sobrevivir en un medio que día a día los sentencia a muerte.
Narrado con la inocencia de un —aún niño— muchacho que descubre el horror, se ha considerado el relato como apático ante las atrocidades que consigna. Descarnadamente comparte que ya en los huesos se lastima una pierna (a días de que liberen Buchenwald), y es enviado a la enfermería (las más de las veces sinónimo de cámara de gas).
Trasladado en una carretilla repleta de muertos, él es el único que parpadea; termina en el hospital. Pese a que su pierna se agusana a diario aún recibe su magra ración; un día su compañero de litera muere y György se queda con su comida hasta que la descomposición del vecino lo delata. La historia está en Sin destino, novela de Imre Kertész, parte del tríptico que el narrador húngaro le dedica al dolor de la Shoa (no Holocausto, palabra que consideraba incorrecta para describir lo acontecido).
El texto le valió el Nobel en 2002 “por una obra que conserva la frágil experiencia del individuo frente a la bárbara arbitrariedad de la historia”.
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Oleadas de seres humanos se mueven de un lugar a otro en búsqueda de un mejor mañana. Aunque la Tierra es el hogar de todos, no todas las puertas están abiertas. Hace casi un siglo las puertas se clausuraron, se echó cerrojo a las más cultas, en otras se pintaron signos de muerte, y sus habitantes degradados de su condición humana se volvieron “indeseables”.
De los 150 Salmos que comparten judíos y cristianos, en el 44 el Pueblo reclama a Dios: “Nos entregas como ovejas al matadero/ Y nos has esparcido entre las naciones/ ¿Por qué escondes tu rostro,/ Y te olvidas de nuestra aflicción?”.
El lamento/reclamo sirve de pretexto para que el serbio Danilo Kiš escriba Salmo 44, un acercamiento a los sufrimientos de su padre y sus semejantes en los campos de concentración donde se desvaneció. Sin indiferencia ni toma de partido, Kiš ofrece una pintura monocromática de la deportación de millones de personas a los campos de muerte en Auschwitz; en sus menos de 200 páginas, la Palabra es compartida por tres mujeres, tres generaciones que se asoman al Tártaro.
Una niña y dos mujeres, una de ellas embarazada cuyo marido trabaja como asistente médico del doctor Nietzsche (trasunto de Mengele), le imprimen lirismo a la fatalidad, se vive o se muere frente a un invierno que no parece acabar: el blanco virginal de la nieve clama por la sangre de naciones.
“Pero tú nos arrojaste a una cueva de chacales; ¡nos envolviste en la más densa oscuridad!”, ¿se lee en la Torá o cualesquiera de las versiones de la Biblia. Desconocido ante Si esto es un hombre, de Levi, el Salmo de Kiš es casi introspección tras El Mal:
“Y reconoció ese lamento babilónico que también ella misma había experimentado cuando la deportaron en vagones iguales, ese lamento que se transforma en susurro oscuro, seco: la palabra agua pronunciada en todas las lenguas de Europa como si fuera la misma encarnación de la vida”.
La oscura cicatriz
Auschwitz: complejo de campos de concentración y exterminio alemanes en territorios ocupados de Polonia, a escasos 50 kilómetros de Cracovia.
Auschwitz I, Auschwitz II-Birnkenau, Auschwitz III-Monowitz y 45 campos satélite más, fueron recorridos por un millón trescientas mil personas de las que murieron un millón cien mil, la mayoría judías pero también polacos, gitanos, prisioneros de guerra, comunistas, disidentes, entre otros “indeseables”.
Operó entre el 20 de mayo y el 27 de enero de 1945, cuando fue liberado por el Ejército Soviético; a la entrada está un cartel que reza Arbeit macht frei (El trabajo libera).
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En las primeras horas del 27 de enero de 1945 los soldados rojos entraban a Auschwitz, con ellos viajaba Vasili Grossman, corresponsal de guerra, quien junto al poeta Ilyá Ehrenburg escribió el Libro Negro, una recopilación de testimonios y documentos sobre las atrocidades contra los judíos en los campos de concentración.
El libro, así como otros de Grossman relatan el dolor con profunda lírica, empero, algo sobresale: el aroma de muerte en las líneas que dedica a los campos de concentración.
Los campos estuvieron en Polonia, no en Berlín, Múnich o la Selva Negra; dos tomos: Nuestro Hogar es Auschwitz, de Tadeusz Borowski, y Medallones, de Zofia Nalkowska, ambos inmediatos en la posguerra. El primero, relatos cortos del diario trajinar de un prisionero, narrados de forma distante y que a menudo inquietan por su dureza. Borowski nos ofrece la culpabilidad del exprisionero. Tadeusz no sobrevivió a la liberación, se suicidó en 1951.
Nalkowska reúne sendos testimonios de supervivientes, de esos que aún deambulan por las ruinas calcinadas de Europa antes de 1950; el material sorprende por lo terrorífico, cuando “el hombre es el lobo del hombre” en palabras de Hobbes. Parte de las narraciones se usaron en los Juicios de Núremberg.
¿Cómo vivir tras todo esto?
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En El hombre en busca de sentido, Frankl relata su experiencia al ser prisionero en un campo de concentración y cómo perdió a toda su familia, incluida su esposa. Con arte y sencillez comparte: aprende lo que hace un ser humano, cuando, de pronto, se da cuenta de que no tiene nada que perder excepto su ridícula vida desnuda.
El autor indica que, si la vida tiene algún objeto, cada uno debe encontrarlo, pese y ante todo, y una vez con la respuesta, aceptar la responsabilidad que conlleva. Lo central es desarrollarse, pese a las indignidades. Frankl citaba a menudo a Nietzsche: “quien tiene un porqué para vivir, encontrará siempre el cómo”.
¿Cómo vivir tras esos horrores?, nos da luz para guiarnos en las tinieblas:
“Nuestra generación es realista, porque hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo, el hombre es el ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o Shema Yisrael en sus labios”.
NTX/LVR/MBS