Varias personas bajan de edificios y visten camisas blancas metidas en pantalones negros de vestir. Ellas llevan una falda arriba de las rodillas y saco de color claro, atraviesan la calle y piden una torta de tamal verde con atole champurrado para acompañar –todo un clásico–; otras se amontonan con el señor que en su bicicleta carga una canasta cubierta de hule azul. Piden tacos de adobo, frijol, chicharrón y papa, ¡ah, y una coca!
Pruebas el último bocado y regresas al trabajo porque sólo tenías 15 minutos para desayunar. Comiste como si no hubiera un mañana porque en tu casa no te dio tiempo de probar alimento antes de salir.
Segundos después llega la culpa. “Ahora sí comí como un cerdo”, te dices a ti mismo mentalmente. Crees merecer una pena por tu forma de comer. Piensas en mejorar tu dieta, hacer ejercicio, cambiar tus hábitos alimenticios. Son las 10 de la mañana. A las tres lo vuelves a hacer. Vuelves a pecar.
Es claro que en México, muchas veces, no nos alimentamos con el propósito de satisfacer nuestras necesidades básicas, sino que comemos hasta que ya no podamos más, hasta que nuestros estómagos se inflaman al límite.
Eso explicaría muchas cosas. Quizá entenderíamos por qué en México ocupamos el primer lugar en sobrepeso y obesidad entre los 35 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), superando incluso a Estados Unidos (EU); o tal vez comprenderíamos por qué “en América Latina y el Caribe, la mala alimentación mata más que el narcotráfico, el crimen organizado o la violencia”, como afirmó Julio Berdegué, subdirector de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
Pero no, las causas que explican este problema, según los expertos, son los malos hábitos alimenticios, la falta de ejercicio y el sedentarismo. Las consecuencias son diabetes, hipertensión, así como padecimientos cardiacos, entre otros; además de los aprietos económicos para quienes sufren este tipo de enfermedades y para los estados que destinan parte del gasto público con la finalidad de prevenirlas y tratarlas. La gula es cara.
Nuestra mala alimentación comienza, muchas veces, desde la forma en la que obtenemos la comida. Las famosas tiendas de mayoreo, esas que para rebajar un poco los precios, te obligan a comprar la mercancía por paquetes: una caja de leche, dos frascos de café, tres cajas de cereal, cuatro kilos de arroz, cinco latas de atún, un kilo de carne, dos paquetes de pan.
A pesar de que las familias pequeñas no necesitan alimentar a un ejército, aspiran a tener su cocina abastecida como una nave industrial. Lucía, una ama de casa que vive con su esposo y dos hijos menores de 10 años, cree que comprar alimentos de esta manera es más barato, y “la membresía anual que uno paga por el servicio da estatus”.
Somos, en parte, reflejo de lo que comemos.
Por eso, muchos presumimos en historias de Instagram donde –detrás de un filtro previamente seleccionado– mostramos nuestro alimento del día con frases adecuadas para justificar nuestra mala alimentación: “Porque lo merezco”.
La amplia gama culinaria que gozamos en la actualidad, provoca que, en contraste con “El Purgatorio” de Dante, miles coman en exceso para satisfacer la gula, y no el hambre.
No obstante esta gran comilona, uno de los placeres de la vida, también provoca el vómito. No serás castigado por ningún dios después de comer hasta el hartazgo. Pero sí es un pecado para tu salud, tu economía y tu autoestima. Te aseguro que te arrepentirás en el reino de los vivos.