Cada quien conmemora, a su manera, los 50 años de la represión a sangre y fuego del movimiento estudiantil de 1968. El gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, lo hizo afiliándose al añejo autoritarismo de medio siglo atrás, al más clásico estilo de Gustavo Díaz Ordaz, culpando a las víctimas de su propia desgracia. Muchos jóvenes, dictaminó el gobernante guerrerense, están muertos o desaparecidos porque “se lo buscaron” y por su participación en actividades delincuenciales.
Además de sentirse orgulloso de haber podido “servir y salvar al país” con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, integridad física, horas, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre a la historia”, presumió Díaz Ordaz en abril de 1977, afirmó que así salvó a México “del desorden, del caos, de que se acabaran las libertades que disfrutamos”. Atrapado en su furor anticomunista, el político creía de verdad que los jóvenes intentaban sumir al país en el caos.
Astudillo se erige hoy en juez implacable de los jóvenes desaparecidos y para él son más culpables que aquéllos que los sustrajeron de sus casas, de los caminos y de las calles. Da igual si alguno fue secuestrado al salir de una fiesta o se encuentra en la lista de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014.
Una mentalidad semejante estuvo detrás de las ejecuciones y fusilamiento de 22 jóvenes en una bodega de la comunidad San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, Estado de México, por parte del Ejército, el 30 de junio de 2014. Se lo merecían y punto. Y a los soldados no les pesó en la conciencia abatirlos frente a un improvisado paredón, después de que las víctimas se habían rendido y estaban desarmadas. Ese crimen de lesa humanidad sigue impune, pero un valeroso juez, el XIV de Distrito de Amparo en Materia Penal, Erik Zabalgoitia Nogales, señaló el fin de semana las omisiones de la Procuraduría General de la República por no haber hecho una investigación “exhaustiva, adecuada y efectiva” del caso, y le ordenó realizar lo necesario para esclarecer la matanza, incluida la cadena de mando que dio la orden de “abatir delincuentes en horas de oscuridad”.
La Secretaría de la Defensa habló entonces de un enfrentamiento entre criminales y tropas del 102 Batallón de Infantería. La procuraduría del Estado de México encubrió la mentira y torturó a sobrevivientes para que firmaran falsas declaraciones. La PGR inició la averiguación casi tres meses después, el 23 de septiembre de 2014. No hay un solo responsable en prisión.
Está confirmado por peritajes y fotografías que los soldados alteraron la escena del múltiple crimen: movieron cadáveres hacia sitios distintos; a todos les colocaron armas encima, como si las hubieran portado y disparado y luego volvieran a quedar sobre los cadáveres.
Todos los teléfonos celulares que portaban las víctimas desaparecieron (hay testimonios de que algunos hablaron con sus familias cuando estaban rodeados y, dentro de la bodega, los usaban a manera de lámparas en la densa oscuridad), así como un equipo de radiocomunicación que fue fotografiada por los peritos en una unidad móvil.
Los militares tuvieron más de seis horas para alterar la escena, pues el MP mexiquense llegó a las 00:30 horas y la balacera cesó antes de las seis de la mañana. Por eso los abusos en Tlatlaya deberían ser argumento suficiente para echar abajo la Ley de Seguridad Interior.