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Con Singular Alegria

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Es terrible: Michoacán está hace tres días convulsionado. De nuevo tomado por delincuentes.

La Ciudad de México, aún de todas las medidas que se han tomado en carros particulares, –pero no en industrias, ni en transportes públicos y de carga, (que atienden 12 millones de personas)–, sigue en crisis. Como olla exprés, está a punto de estallar.

La nata no se dispensa. Me dice la maestra Virginia Cervantes, asesora del premio Nobel de Química, Mario Molina, que la contaminación no se dispersa, que se va a otro lado… Y éste es por supuesto la zona conurbada de Toluca. El otro día me dio casi un supiritaco: la nata que existe llegando a esta ciudad, es algo terrible.

Cómo le pido al universo que exista un ventarrón como el del otro día, para que disperse esos malos aires.

Que se los lleve a la mitad del océano.

Porque todo el mundo se puede morir en la capital. Mientras, sin ningún recato, los campesinos no ayudados y muriéndose de hambre, vinieron de distintos lugares a hacer un mega paro. Tres mil quinientos de ellos, secuestraron a todos los carros que sí circulaban, por siete horas. Dicen las noticias que generaron 9.5 toneladas de bióxido de carbono. El doble de lo habitual.

Y como noticia verdaderamente espectacular, tenemos que la mujer más poderosa del mundo, la Canciller Alemana Ángela Merkel, dio su respaldo total al presidente Enrique Peña Nieto. Hasta allá, y como gran noticia, le dijo que le ayudará con la investigación en el problema de Ayotzinapa. Y a ella sí le creo. Y si ella da su última palabra, se acabó todo.

Mientras tanto, el abogado miserable, –que lo único que ha hecho es usar a los pobres padres del caso más terrible por el que está pasando nuestra nación– ya se hartó de ellos. Les acaba de decir: “Indios piojosos”. Mientras los tiene a merced de su notoriedad y sus diez minutos de gloria, haciéndolos pensar, sin escrúpulo alguno, que alguna vez aparecerán sus hijos. Eso es más que la tragedia de haberlos desaparecido.

Y por supuesto, de los que mandaron matar, robar y destruir, esos deleznables maridos que dieron la orden, de cuyo nombre no me quiero acordar, ni sus luces. ¿Hasta cuándo Dios mío?