En la extensa y portentosa constitución del Lago de Texcoco, cuyas aguas engalanaban el Valle de México, existían cientos de parvadas de distintas aves, entre ellas, de chichicuilotes, tan socorridos en la dieta de los mexicas, por ser una especie endémica y comestible que habitaba en los linderos de la Gran Tenochtitlan.
Se dice que hace siglos, mucho antes de la construcción de la ciudad, los chichicuilotes revoloteaban para alimentarse de algunos pececillos y renacuajos que vivían en las aguas del lago. Cierto día, uno de estos chichicuilotes se posó en la rama de un árbol.
En plena quietud, comenzó a analizar su fisonomía, pues inconforme con sus patas largas y muy delgadas, pensaba que carecía de estética y le dotaban de una desproporción corporal que no le agradaba. Sin embargo, un ajolote pudo escuchar la incomodidad del chichicuilote.
El ajolote al verlo entristecido y refunfuñando, cauto, se acercó al chichicuilote para tratar de consolarlo con fundamentos que, en alguna ocasión había escuchado de las deidades. Le hizo ver que durante mucho tiempo, los dioses habían dado a esta avecilla una labor de entera trascendencia.
Al principio no entendía el chichicuilote cuál era la finalidad de su existencia, por lo que presto y atento continúo escuchando lo que el ajolote le decía. Fue entonces que comenzó a esclarecer la encomienda de los seres celestiales, cuando el ajolote le vaticinó que pronto los mexicas se asentarían en el Lago de Texcoco.
Al llegar a fundar la Gran Tenochtitlan, los chichicuilotes servirían de alimento a los exhaustos exploradores, quienes por mandato de las divinidades se quedaría a vivir ahí para, además, consolidar el imperio mexica de enorme poderío.
Sus patas largas y pico afilado, le servirían al chichicuilote para no padecer ninguna problemática al momento de alimentarse en las orillas del lago y de esa forma ser parte integral de la cocina prehispánica que hasta el día de hoy es una herencia más del México antiguo.