Cada mujer que encinta quedaba, era considerada sagrada, pues los dioses le habían conferido un quehacer único, además exclusivo de su sexo. Sus órganos maternales están preparados para procrear y dar perpetuidad a los seres humanos, la fertilidad es inherente a su condición.
Los mexicas sabían que el metabolismo de las féminas se preparaba para ser madres, el embarazo era un don mágico dotado por las deidades cósmicas y materializado con la maravilla del nacimiento de un ser indefenso que debía ser cuidado, amamantado y guiado en sus primero años de vida.
Cihuacóatl, madre de todos los hombres, poseedora de la fertilidad, quien en el Quinto Sol molió los huesos de antiguas humanidades para crear a quienes aún habitamos la Tierra, siempre estaba al pendiente de proteger a las mujeres, más aún a las embarazadas.
Aquellas que en el infortunio morían durante el parto, Cihuacóatl las cobijaba, las llevaba al más allá, a un lugar especial, lleno de resplandor y bonanza, porque no había mayor honor entre el género femenino que este trance del mundo de los vivos hacia lo sobrenatural.
El comparativo era preciso y contundente, decían que aquella mujer que se embarazaba, su momento cumbre de valentía y fortaleza era el parto, que lo asimilaban con el valor que los guerreros mostraban en la guerra para defender a su pueblo y sus pertenecías.
El peligro en ambos casos, era inminente, desafiante, debían tener una preparación absoluta de mente, alma y cuerpo, y ambos, guerreros y mujeres que fallecían en la guerra y en el alumbramiento, respectivamente, eran dignos de acompañar al Sol en el atardecer.
Ha sido generacional el valor del embarazo y la valentía de la mujer durante el parto, apreciado al máximo por la sorprendente capacidad de las madres que dan a luz, pero mayormente reconocido ese amor abnegado que tienen en el cuidado de sus hijo que es una herencia más del México antiguo.