Hace siglos, cuando las montañas guardaban sigilosamente el preciado maíz, se menciona que los aztecas de muchas maneras intentaron, con ayuda de sus dioses, separar sus portentosas piedras para así poder tener las bondades de tan anhelado cereal.
Durante un tiempo, las antiguas deidades propusieron infinidad de formas para abrir los cerros; les hablaron de la mejor forma, siempre dándoles su lugar e importancia aquí en la Tierra, les cantaron, también, ofrendaron lo mejor que tenían, los veneraron, pero jamás encontraron respuesta satisfactoria a su imperiosa necesidad.
Después de tanto suplicarles, pero ante la indiferencia y altivez de las enormes rocas, no se ausentó esperanza alguna de lograrlo y fue así que decidieron acudir con la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl, señor del Tollán, el lucero de la mañana, la estrella que acompaña a la luna en su despedida al amanecer, para pedirle que, con su sabiduría, convenciera a las montañas de darles algunos granos de maíz y poder subsistir.
Él, Quetzalcóatl, dijo que sí, que sería quien trajera el maíz. Sin ninguna tardanza, excluyó el uso de su fuerza impresionante y una vez más, como en la historia del Mictlán, se convirtió en una hormiga, caminó un largo trayecto, burló distintas dificultades y, a pesar de su cansancio, tomó un grano de maíz y se los entregó a los aztecas de inmediato.
A pesar de que fue una espera larga, de reuniones entre gobernantes, sacerdotes y sabios, que con su paciencia, supieron tranquilizar a los pobladores de esos entonces, quienes estaban desesperados y a punto de armar una revuelta, pues ellos, los que mandan, sabían que se lograría la pretensión deseada de tener maíz.
Con ese único y pequeño grano, pudieron sembrarlo y cosechar más y más cada temporada, por eso y desde entonces, los aztecas veneraron a Quetzalcóatl, pues trajo buenaventura, riquezas y poder a nuestros antepasados, con tan sólo un grano de maíz, ese alimento que desde aquellos tiempos es una herencia más del México antiguo.