Todos los hogares del México de antaño, tenían un característico utensilio que mantenía las brazas encendidas, ya fuera para calentar alguna bebida hecha de cacao, tostar jitomates, cocer frijoles o amacizar con el calor bolitas de maíz para complementar el itacate de quienes salían a arar los campos de siembra.
Este era el Tecuitl o brasero formado por tres piedras conocidas como tenamastes, donde se colocaban ollas, comales y demás objetos que funcionaban para cocinar. En medio de este trío de rocas, se colocaba ocote, boñigas o pedazos de leña a las que se les prendía fuego.
El calor que producía en las viviendas era muy significativo, ya que además de tener un uso muy práctico en la preparación de alimentos, poseía un simbolismo esencial en la unión de las familias y el calor hogareño que mantenía enlazados a los padres con los hijos y viceversa.
Se creía en el imaginario de la colectividad prehispánica, que el Tecuitl era una extensión del cosmos, pues los dioses del universo habían dispuesto y mandatado que todas las familias tuvieran un pedacito del Sol dentro de su más privado e íntimo espacio como lo es hasta hoy la casa.
Decían que la desgracia podría hacer presa del seno familiar si este fogón no se procuraba, la flama podría apagarse de manera repentina si la desidia y el descuido por parte de algún integrante se reflejaba en el amor de la familia, deteriorando la interacción entre ellos.
Por ello, no sólo era indispensable atizar con fuerza la llama, sino también conservar el respeto y cariño por cada uno de los familiares con cuidados y consideraciones, cada uno de ellos asumiendo las responsabilidades de su competencia.
Era tan importante el Tecuitl, que se acostumbraba a enterrar a los difuntos debajo de este, sí, ahí en la cocina, donde se disponía un espacio para el cadáver que se cubría con tierra y piedras. Era tan sagrada su connotación que hasta hoy la cocina y el fuego de cocción de los alimentos son una herencia más del México antiguo.