Mis alas siempre han dado libertad a las personas. Seguramente ellos, los humanos, no se dan cuenta, sin embargo, seguro estoy que en su conciencia quedará para la posteridad el significado del abrir de mis alas, con plumaje de colores intensos verdes y azul, que velozmente revolotean.
Ese fue un fragmento de la reflexión que hizo el colibrí o huitzilín como le conocían los náhuatls hace más de medio siglo, a las deidades que le confirieron la gracia de deslumbrar con ese color turquesa en la mayoría de su existir.
Fue tan importante su existir que uno de los principales seres míticos prehispánicos que dominaban la cosmovisión de los aztecas, lo llevaba dentro de su espíritu, era nada más y nada menos que Huitzilopochtli, la deidad de la guerra, a quien se le ofrendaban la mayoría de las batallas.
Fue el colibrí, dio el valor y gallardía a Huitzilopochtli desde que estaba en el vientre de Coatlicue, pues iba a ser asesinada por sus propios hijos, los cuerpos celestiales, al enterarse que daría a luz al mayor de los guerreros. La ferocidad con la que Huitzilopochtli defendió a su progenitora fue indispensable.
El colibrí tiene un simbolismo mágico y paradójico, ya que el pequeño tamaño tiene un significado de enormidad espiritual. Su pico alargado refleja la exactitud y precisión en hacer las cosas y el impresionante movimiento de su aleteo, no es más que la habilidad única e incomparable de mantenerse estable.
La elegancia de su actuar y apariencia, significaba el temple que hasta los sabios o conocedores del destino le reconocían, ya que era ejemplo de vida a seguir en el comportamiento humano.
Con ese precedente de valentía, precisión, finura y espiritualidad, el huitzilín desde antaño se considera un gran guerrero, minucioso en su actuar y precioso en su ser que a pesar de su ínfimo cuerpo lo compensa por mucho la estratosférica alma y tenacidad que posee, hoy una herencia más del México antiguo.