Desde siempre, hay la necesidad de apoyarse de quienes saben, de aquellos que tienen la experiencia, de esos que sus palabras llegan a entrelazarse con los mitos: los viejos, ellos de quienes se colocan como poseedores de la verdad y el conocimiento.
El ciclo de la vida y sus etapas, están siempre acompañadas de vivencia, de hecho, de ellas se construyen sus cimientos. En el complejo y detallado esquema del cosmos, cada segundo, cada paso y acción de las personas está ligada. Estos fragmentos, dicen los sabios, hacían en conjunto la vida de los seres humanos.
Desde antes del nacimiento de cualquier mortal, se podía advertir qué rumbo le deparaba esta vida a cualquier a de nosotros, todo por medio de los astros, ellos que desde el dominio del universo y coordinados con los sabios, atendían los designios ya predeterminados.
Era Huehuetéotl, la deidad de los ancianos y su sapiencia, el responsable de cargar eternamente el bracero que contenía el fuego que daba vida al mundo, esa llama que era el motor del funcionamiento del ciclo de la vida y que cada 52 años se renovaba para la continuidad universal ininterrumpida.
De esa forma era concebida la vejez en tiempos remotos, cuando los antepasados prehispánicos entendían el paso del tiempo como instrumento que dibujaba la trama de esta vida y que los relatos de todos los días construían el universo.
Por eso, el dios viejo Huehuetéotl, cuyo aspecto se caracteriza por tener la piel arrugada y carece de dientes, siempre carga el bracero, donde se definen los cuatro rumbos de la tierra y se permanece por varios lustros el fuego nuevo que da vida a todo lo que nos rodea y que es una herencia más del México antiguo.