Hubo, hace muchos siglos, una noche donde la oscuridad era descomunal en la sierra de Guerrero. Por un momento, se pensó que jamás amanecería. Los sabios de aquellos tiempos, temerosos pensaban que el vaticino del fin del Mundo se acercaba, cuando de pronto, la luna comenzó a iluminar las montañas.
Un estruendoso aullido estremeció cada rincón de la sierra, el viento detuvo su camino, los grillos dejaron de emitir su característico sonido y en un recóndito lugar, comenzaron a llegar el murciélago, el lobo, la rana, un búho, el conejo y un zorro, todos ellos preocupados por un asunto de los humanos.
Estos animales que se habían reunido eran nahuales y la consternación de la caza feroz de los humanos les agobiaba, pues habían aumentado en desmesura la constancia del acecho a las distintas especies que ahí habitaban, poniendo en peligro el ciclo natural de la Tierra.
Comentan en la mitología prehispánica, que existen dos tipos de nahuales: los herbívoros, quienes son sanadores de enfermedades y son protectores de la comunidad y los otros, que son devoradores del espíritu y el alma, aquellos que poseen a la persona para mal.
Y no es cuestión de la especie animal a la que pertenezca el nahual, sino más bien, depende de la esencia de la persona, es decir de la malicia o la bondad de ésta. En esta junta de seres celestiales y divines, se analizaron los delirios, padecimientos emocionales y virtudes de la humanidad.
Entre ellos acordaron equilibrar el bien y el mal, ayudando de sobremanera a la gente con benevolencia para mitigar al por mayor los sentimientos malignos de mujeres y hombres y de esa forma, en la consecución de la vida hubiera estabilidad y mediación de las furias y lo pacífico.
De esta manera, lograron esa equidad de lo oscuro y la luz, pusieron fin a la desmedida caza de animales y lograron la supervivencia de la especie humana, la flora y la fauna, que juntos conviven hasta nuestros tiempos gracias a los nahuales y su encuentro, que son una herencia más del México antiguo.