El dios negro, de rostro completamente oscuro, Tezcatlipoca, conocido como “El espejo que humea”, era arrogante, caprichoso y en tanto abusaba de los humanos al dar bienes y después arrebatarlos, sin el mayor reparo.
Él era dueño de todo lo material existente en el mundo, tenía cualidades mágicas que atemorizaban a quien se le pusiera en frente para retarlo. Con su espejo que humo emanaba, tenía el control de todas las posesiones de la gente.
Era despiadado y tremendamente temido por las personas, hacía matanzas por doquier sin distinción alguna. Un día llegó a lo que hoy conocemos como Puebla, ahí en las ciudades Cholólan, Atlixco, Izúcar y otros lares.
Todos los altepelt, es decir, las ciudades principales prehispánicas, lo adoraban. Así fue también en Tlaxcala y Michoacán. Fueron los tarascos, experimentados pescadores, quienes radicaron en el lugar de las siete cuevas, Chicomóztoc, los que desnudos del cuerpo, fortalecieron el alma para poblar las tierras.
La inspiración en Tezcatlipoca la principal motivación para ir en busca de tierras más prósperas, buscar la forma de crear vestimentas como el ayatl, un traje de manta de colores vivos que se complementaba con pelaje de conejo que anudaban a la altura de los hombros.
El legado de los Olmecas, la cultura madre, fue crucial, ya que estos conquistaron Cholólan tiempo atrás y sus vestigios sociales los tomaron de algún modo, los tarascos, de ahí comienza la descendencia prehispánica hacia gran parte de Mesoamérica y otros rincones de nuestro país. Fue entonces que las civilizaciones crecieron, las tribus se establecieron y tras el paso de los años, cada una de ellas fue forjando sus propias costumbres y siendo parte de una amplia cosmovisión que compartían, dando paso a un linaje de la raza de bronce que hoy es una herencia más del México antiguo.