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#HerenciadelMéxicoAntiguo Las nubes: una morada de energía divina

Carlos G. Alviso López
 

Robustas, a veces frágiles, en otras ocasiones viajantes empujadas por el viento; con formas distintas, así, siempre han sido las nubes que dividen al firmamento de nuestro espacio mundano y terrenal en donde habitamos la humanidad y donde ocurren sin cesar, los designios de todos los dioses. Cuentan que las nubes no solo son parte […]


Robustas, a veces frágiles, en otras ocasiones viajantes empujadas por el viento; con formas distintas, así, siempre han sido las nubes que dividen al firmamento de nuestro espacio mundano y terrenal en donde habitamos la humanidad y donde ocurren sin cesar, los designios de todos los dioses.

Cuentan que las nubes no solo son parte de los paisajes del orbe, sino una creación donde se concentra la energía sobrenatural de los señores de los cielos nublados y son ellas, el sitio en el cual fluyen mensajes entre el plano aéreo y el suelo firme a través de los volcanes y montañas.

No era nada extraño para los pueblos antiguos de nuestro país y en general de Mesoamérica, que los humeantes cerros trajeran con sus erupciones cambios en la vida cotidiana de la gente, como tampoco es raro la veneración que se tenía a los volcanes, a los que siempre y de antaño se les ha mirado con respeto y supremacía.

Las tormentas, los truenos y relámpagos estaban dominados por el mandatario acuático Tláloc, quien a placer provocaba lluvias de intensidades variadas, pues en ocasiones solo mandaba alguna llovizna que en su mínima expresión, mojaba delicadamente los campos y otras, las torrenciales aguas caídas del cielo desbordaban los cauces de ríos.

No obstante a que era una gran ventaja que el agua, líquido dador de vida, de regeneración y abundancia, llegara a la tierra, a veces su exceso causaba estragos irreparables que destruía sembradíos, arrasaba con poblados y los caminos quedaban inundados, para ricamente intransitables.

Todos estos fenómenos que hasta hoy siguen dándole sustento a nuestro existir, provenían de las nubes, de éstas nacían, de su interior se generaba todo lo relativo al agua celestial y que era imparable, pues no estaba a consideración de los mortales, sino a lo que dispusieran las deidades. El destino de la agricultura, de los lagos, mares y ríos, mucho dependía su existir de cuánto provenía de las nubes y su misterioso interior, esos adentros celestiales que aún siguen siendo una incógnita en nuestros días, además de ser una herencia más del México antiguo.