El dios principal de la guerra, señor de las batallas, a quien se le veneraba con sacrificios humanos y se alimentaba de la sangre de los prisioneros cautivos en algún encuentro bélico, estaba inquieto, porque los habitantes de Aztlán debían peregrinar en busca de un sitio para fundar Tenochtitlan.
Fue entonces que dio varias indicaciones que debían cumplimentar cabalmente. Una de ellas fue que dejaran de llamarse aztecas y debían de organizarse para ir en busca de nuevos horizontes, para fundar el Ombligo de la Luna, con nuevas normas de organización social.
Aztlán lo conformaban alrededor de seis calpulli, donde vivían una multiplicidad de familias dedicadas principalmente a la caza y la pesca. En medio de las seis comunidades, se situaba un gran templo dedicado a Mixcóatl, la Serpiente de Nube, deidad de la cacería próspera para las manutenciones.
Las tribus que ahí habitaban, salieron en busca de la señal que Huitzilopochtli les dio como presagio de que sería la indicación de que en ese punto debían establecerse, edificar templos, uno de ellos, el más significativo, dedicado a él. Dicho indicio era que observaría a un águila, parada en un nopal, devorando una serpiente.
Los aztecas deambularon por muchos años en diversos sitios de nuestro país, hasta que en 1325, aproximadamente, pasaban por el Lago de Texcoco y fue entonces cuando vieron al águila comiéndose a la serpiente y ahí erigieron la majestuosa Ciudad de México-Tenochtitlan.
La creciente masa poblacional se dio rápidamente, el comercio de muchas especies animales, frutos y legumbres, aunado a otras viandas, proliferaron. El dominio de los mexicas se extendió a todo Mesoamérica y la guerra se convirtió en la actividad toral de ellos.
En ese mismo año, 1325, existen registros de que ocurrió un eclipse solar, fenómeno mítico que marcó también la fundación de nuestro país. Es así que dejaron de llamarse aztecas para ser mexicas, legado que hoy nos da identidad como mexicanos y es una herencia más del México antiguo.