Aún existen muchos activos, otros, dicen, están dormidos en espera de un despertar fortuito y a propósito de las deidades que caprichosamente los dejaron latentes en el mundo terrenal. Me refiero a la serie de volcanes que fueron venerados en lo que antiguamente conocimos como Mesoamérica.
Aún a pesar de su imponente tamaño y sus efectos devastadores al momento de una erupción, los volcanes guardan no sólo leyendas, sino también son parte de los mitos de la creación de la Tierra.
Los prehispánicos sabían la ambivalencia de un volcán, que por un lado destruía con lava y rocas incandescentes todo a su paso, pero al transcurrir del tiempo, notaron que los campos alrededor de ellos eran sumamente fértiles por todos los nutrientes que emanan de sus entrañas.
Existen un sinfín de volcanes que son conocidos en nuestra era, principalmente los que componen el llamado Arco Chiapaneco y cruzan hasta Centroamérica, cuyas cenizas dispersas en los campos eran el principal abono y sus cumbres elevadas generaban grandes caudales de agua.
En algunos casos, las cimas estaban cubiertas de hielo que al derretirse alimentaban manantiales y producían el vertimiento de cantidades considerables de agua que servían para el riego natural de los sembradíos.
Otro beneficio de los volcanes fue la producción de rocas de tal dureza que servían para esculpir esculturas o para rellenar basamentos de templos religiosos o zonas habitacionales de aquel tiempo.
Actualmente existen en nuestro país ciertos volcanes activos, ejemplo de ello es el Popocatépetl, que aún nos sigue impresionando con su potencial y sus misterios naturales repletos de misticismo añejo que en conjunto son una herencia más del México Antiguo.