Su cabello era crespo, con dientes sumamente pronunciados y filosos, en ellos siempre sostenía un cuchillo de sacrificios. De sus cintura pendía un adorno con tiras de cuero, era ella, Tlaltecuhtli, diosa de la tierra, la humedad y la noche quien se encargaba de devorar a los cadáveres para que las almas renacieran y pudieran llegar a su morada eterna.
Había cuatro estadías para los muertos, dependía de la forma en que fallecían. El Tlalocan era para quienes fallecían ahogados o alcanzados por un rayo, el Tonatiuhixco a donde iban los guerreros caídos en batalla y mujeres que perecían en su primer parto, en ambos casos acompañaban al Sol.
El Chichihualcauhco para los niños que se habían ido en periodo de lactancia, ahí existía un enorme árbol nodriza que los amamantaba y el Mictlán para aquellos que su deceso era por causas naturales como alguna enfermedad o la vejez. En todos los casos los muertos tardaban cuatro años en llegar a alguno de los sitios mencionados para ellos, el mismo tiempo en que un cuerpo tarda en quedar en los huesos.
Los familiares de los difuntos a los ochenta días del fallecimiento quemaban el cuerpo y siempre, en todos los funerales, se quemaba también a un perro xolotzcuintle, ya que creían que este canino tenía atado un hilo de algodón y de ese modo los difuntos podrían hacer su viaje al inframundo de forma segura. El xolotzcuintle los acompañaría durante los cuatro años que duraba su viaje.
En algunas regiones del país, las conmemoraciones inician desde el 28 de octubre en el que se recuerda a quienes murieron en algún accidente y dejaron este mundo de manera imprevista. El 30 de octubre se conmemora a las almas que perecieron sin ser bautizadas.
En la actualidad, el Día de Muertos es uno de los festejos más importantes de nuestro país, que nos da identidad ante otras naciones y culturas. Celebramos a los niños difuntos el primero de noviembre y el día dos de noviembre la gran festividad a los adultos, tradición que es una herencia más del México antiguo.