Relacionado con las llamas incandescentes del Sol por su pigmentación rojiza, al amaranto se le consideraba un alimento sagrado, que daba fortaleza al comerlo y energizaba a las personas por sus amplios nutrientes. Asimismo, se le catalogaba un cultivo fuerte, por soportar sequías e inclemencias climáticas.
Los mexicas le llamaban Tzoalli y solían plantarla al lado de alimentos básicos y esenciales como la calabaza, el jitomate o los frijoles. Porque bien es cierto, que la nutrición alimentaria de los prehispánicos era rica y saludable, tanto así que al amaranto lo mezclaban con piloncillo.
En otras ocasiones le agregaban granos de maíz y miel de maguey, para potenciar sus beneficios al engullirlo. El arte de la guerra en la comunidad mexica, era un eje rector de su cosmovisión, por tal causa, preparaban mental y físicamente a sus soldados, entre esos adiestramientos y preparativos estaba la ingesta de Tzoalli.
Debido a su estrecha relación con él y la utilización consuetudinaria en la dieta de los guerreros, el amaranto era parte de las ofrendas al dios de lo bélico, Huitzilopochtli, en festividades donde se le veneraba, como el panquetzaliztli, las mujeres realizaban figuras en su honor, con Tzoalli.
En las chinampas se podía ver el resplandor de los sembrados de amaranto, ese rojo que le caracteriza llamaba la atención desde antes de su cosecha. También por ello, se consideraba valiosa en los trueques y negociaciones comerciales de los pochtecas o comerciantes de la época.
El aguante que tienen sus plantíos, era muestra de fortaleza, un símbolo de que la naturaleza y las deidades abocadas al sustento de la tierra fértil, provocaban que nuestros antiguos mexicanos en momentos de sequía, dedicaran ofrendas a Tláloc, señor de las aguas.
Le hacían tamales para que la deidad de la lluvia y el trueno, provocara el término de los días aciagos y florecieran los alimentos. Desde hace siglos el amaranto es parte de la gastronomía mexicana, extendida a otros continentes, siendo una herencia más del México antiguo.