Fueron los Olmecas, mil quinientos años antes de la era cristiana, quienes supieron con efusión que el cacao era un regalo de sus dioses. Décadas más adelante, tanto los mayas como aztecas, descubrieron las amplias bondades de esta semilla, tanto que, la utilizaban como producto valioso en los trueques.
El cacao se convirtió en un eje toral para las ceremonias religiosas, pues esta bebida sólo podía ser ingerida por los personajes de las grandes élites, también fue un pilar en la economía prehispánica, se consideraba un símbolo de abundancia y prosperidad dentro de su cosmovisión.
Así también, en el capítulo gastronómico de nuestro México de antaño, el cacao destacó por ser la base para hacer chocolate o darle al mole el toque predilecto por paladares exigentes y conocedores de esa multiplicidad de sabores que nuestra cocina tiene a la fecha.
Se dice que Quetzalcóatl tomó una semilla de cacao del paraíso celestial, donde los humanos no tenían acceso. Bajó a la tierra y lo plantó en las llanuras de Tula, todo ello con el fin de que los Toltecas fueran una estirpe bragada, inteligente, que sacaran sus dotes artesanales bebiendo cacao molino disuelto en agua.
Quetzalcóatl pidió favores. El primero fue a Tláloc, para que hiciera llover y creciera el plantío de cacao fuerte y frondoso. El segundo fue pedido a Xochiquetzal, diosa de la belleza, el amor y la abundancia, a quien le solicitó le diera flores hermosas al árbol de cacao.
Estas solicitudes le fueron conferidas por ambas deidades y entonces el cacao comenzó a propagarse por toda Mesoamérica, de esa forma llegó a muchas civilizaciones que lo utilizaban para dar vigor y energía a las personas, verbigracia: a los guerreros, a los niños y madres embarazadas.
Desde esos ayeres el cacao y el chocolate, entre otros usos de este fruto, se siguen conservando y no sólo eso, sino valorando por sus nutrientes benéficos para la salud y por ser una herencia más del México antiguo.