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Más que la vergüenza de mostrar un México bronco ante la monarquía de España –donde, por cierto, las cosas van por el mismo camino–, el escritor Fernando del Paso debió pasar la pena del ciudadano impotente. Y no es nuevo: en los últimos años muchos hombres de letras cayeron presa del pesimismo enajenante.
Las cosas se aclaran un poco si se entiende la relación de los escritores con la política en México: de ser parte de la construcción del sistema/ régimen/Estado, participaron en el debate político nacional y luego regresaron a la torre de marfil que descubrió Charles Agustine Sainte-Beuve (1804-1869).
El discurso de Del Paso al recibir el premio Cervantes 2015 –como unas declaraciones de Juan Villoro– revelan un estado de ánimo depresivo de los intelectuales: les disgusta la realidad, la critican severamente, pero su tono es quejumbroso y no de debate social.
Todo de lo que se quejó Del Paso delante de la monarquía española es cierto, sólo que en voz de un escritor como Del Paso no deja de sonar un discurso muy tuitero: de plañidera. La diferencia entre los escritores y los intelectuales radica en que los primeros ejercen su oficio en la soledad del papel en blanco, en tanto que los segundos asumen –muy a su pesar– un perfil de liderazgo social propositivo.
Los intelectuales ayudaron a construir el México independiente del discurso sobre la soberanía de Francisco Primo Verdad en 1808 a la crisis de represión sindical de 1958 que llevó a intelectuales como Octavio Paz a exigirle al gobierno atender las demandas de los trabajadores, no aplastarlas. El periodo de protesta fue corto: 1958-1968, con cuando menos una docena de desplegados de intelectuales apoyando a los estudiantes y exigiendo espacios democráticos. De 1969 a 1978, los intelectuales se dividieron entre los funcionales al sistema, como Fernando Benítez, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, los independientes como Octavio Paz y los revolucionarios como José Revueltas.
La reforma política de 1977 metió al país en un nuevo sistema de partidos y en un juego parlamentario más plural con el Partido Comunista en el Congreso y los intelectuales regresaron a escribir, sólo que no sobre la realidad, sino sobre realidades ficticias o tangenciales de la realidad real (valga la redundancia). Varios se quedaron colaborando con el poder (Héctor Aguilar Camín) y otros se refugiaron en las universidades.
Más que una realidad, el discurso de Del Paso fue una queja con el país que han dirigido los políticos, una letanía de calamidades. Y se ajusta al México que Juan Villoro también mostró como deprimente en una entrevista en el sitio Sin Embargo: “estamos en un país que te preguntas si vale la pena que exista”. Los dos son casos de escritores impotentes ante la crisis nacional y sin propuestas.
Los intelectuales son, aún a su pesar, líderes sociales. La tarea de los intelectuales es la de mostrar la realidad, pero debatiéndola. El discurso de Del Paso alimentó las pasiones tuiteras, pero no provocó un debate sobre la realidad crítica de México. Y peor aún: su discurso fue mucho menor en términos intelectuales a las provocaciones a la realidad de sus novelas José Trigo, Palinuro de México o la monumental Noticias del Imperio.
Lo que queda al escuchar a Del Paso y a Villoro es la percepción de que los escritores están deprimidos y rebasados por la realidad.
Política para dummies: la política es el arte de la paciencia, porque el que se enoja siempre pierde.