Los superdelegados le jugaron doble cara al gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Sus intereses de grupo estuvieron por delante y los ideales de la 4-T fueron tirados por la borda. Esos fueron parte de los principales problemas por los cuales Gabriel García, el coordinador de los superdelegados, dejó la comodidad de Palacio Nacional y regresó a su lugar en el Senado.
Los superdelegados o siervos de la nación, como pomposamente les llamaron, fueron como en el caso de Pablo Amílcar Sandoval, quienes abrieron el “fuego amigo” contra Morena. Gabriel García quien presumía una estructura territorial sólida no entregó los resultados que presumió previo a los comicios y de los que sí entregaba reportes cotidianos. Ni trabajó a ras de tierra y los superdelegados le ganaron por la izquierda y centavearon su espacio político.
Con el tiempo es claro que la figura de los funcionarios fue un modelo poco funcional y lejos de convertirse en operadores eficientes para la dispersión de programas sociales, distorsionaron su esencia y se convirtieron en administradores de sus intereses políticos y de grupo.
Al inicio del proceso electoral, ocho superdelegados renunciaron para ser abanderados de Morena a alguna de las 15 gubernaturas en disputa; sin embargo, las polémicas encuestas internas ordenadas por la dirigencia nacional de Morena terminaron por favorecer apenas a la mitad de estos aspirantes.
En el camino quedaron Pablo Amílcar Sandoval, de Guerrero; Manuel Pérez Segovia, de Nayarit; Gabino Morales, de San Luis Potosí; y Gilberto Herrera, de Querétaro. Ellos se volvieron rebeldes y dejaron de ser parte del rebaño de Gabriel García.
En contraste quienes fueron favorecidos como Víctor Castro, de Baja California Sur; Indira Vizcaíno, de Colima; Lorena Cuéllar, de Tlaxcala; y Juan Carlos Loera, de Chihuahua, trabajaron para su proyecto político y guardaron disciplina con el partido en el poder.
Como antecedente, Jaime Bonilla fue el primer superdelegado en buscar la gubernatura de su estado. Sin embargo, su ambición por ampliar el mandato, lo puso en una situación incómoda para quienes desde la cuatroté se declaran luchadores por la democracia. El experimento no funcionó y no le quedó más que aceptar el reto de institucionalizarse.
Y es que ser superdelegado de la cuatroté no era garantía de convertirse en candidato a la gubernatura ya que trabajaron solos y tejieron endebles redes de apoyo. También dependió del desempeño que hayan tenido los superdelegados, de la trayectoria y la presencia social. Fueron los menos los que lograron esa presencia social y ese respaldo de carácter electoral.
Gabriel García distorsionó la función de los superdelegados. Dejó que lo rebasaran sus subalternos y mezcló lo electoral con lo social. Por eso salió de Palacio Nacional. La cercanía de este funcionario con el Presidente no les garantizó a los superdelegados tener el pase automático a la candidatura y en muchos casos sólo fueron utilizados por este funcionario. Esa es la otra parte en la que tiene una responsabilidad Gabriel García. Fue funcional para sus intereses, pero para la cuatroté se convirtió en un cartucho quemado.