Por: Vladimir Galeana
Muchas veces me he preguntado qué es lo que mueve y motiva a los hombres y mujeres públicos a participar en los actos de corrupción.
Y no es que pretenda desentrañar qué ocurre en la psique de cada uno de ellos, porque no se trata simplemente de la voluntad expresa de apropiarse de los recursos que todos los mexicanos aportamos para el sostenimiento del gobierno, sino de una costumbre que los mexicanos tenemos históricamente muy arraigada.
La corrupción es un fenómeno individual y colectivo. Pero es preciso aclarar que cuando es individual no pasa de los montos ínfimos propios del manejo y el funcionamiento de una pequeña unidad administrativa. El problema son las cadenas de complicidades que se establecen entre los mandos medios y superiores de las dependencias públicas, que adquieren un tinte tan especial y secreto que solamente observamos en lo que denominamos crimen organizado. Claro que esto quiere decir que hasta en la corrupción hay clases.
El impacto de la corrupción en el país es tal, que se refleja incluso en nuestro modo de vida porque para muchos se convierte en una aspiración para lograr la obtención pronta de recursos económicos no tan sólo para una mejor subsistencia, sino para tener y mantener un ritmo de vida al que solamente los sectores pudientes tienen alcance. Para decirlo más claro, somos uno de los países más corruptos del mundo, y en el fenómeno participamos todos.
El problema es que quienes más tienen son los que mayores accesos encuentran para corromperse y corromper a los demás. Un simple ejemplo lo podemos observar en la estructuración de fundaciones por los grandes emporios, con la única finalidad de destinar recursos presuntamente para obras de beneficio social, recursos que desde luego son deducibles de impuestos. Es un camino que muchos están recorriendo no porque su gran corazón los haga solidarios con los actores desprotegidos, sino la conveniencia.
Hasta ahí las cosas pudieran tener un cariz de solidaridad, pero lo que ocurre es que del dinero que destinan, del que se deduce en su mayor parte, se pagan estratosféricos salarios a los integrantes de esas fundaciones, que por lo regular son los mismos que presuntamente aportan el dinero para obras de impacto social. Así se cierran los círculos de una gran estafa al Estado, y lo peor es que los propios altos funcionarios de gobierno están enterados de esta forma de evasión, y nadie les ha puesto un alto, lo que habla de las complicidades entre ricos y gobierno.
En este país quienes verdaderamente defraudan al fisco son las clases pudientes, pero con quienes las autoridades hacendarias se recargan siempre es con quienes cumplen a cabalidad con sus obligaciones fiscales. Esta circunstancia habla de la podredumbre de nuestra clase política y de nuestros conspicuos multimillonarios cuyas utilidades no les resultan suficientes porque la voracidad los apremia. Pobre México, con tantos hombres y mujeres ricos mostrando su personal miseria. ¿Y qué hace el Sistema de Administración Tributaria? Perseguir a los jodidos como siempre. Al tiempo.
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