“ Mirar morir” me parece la más apretada y acertada descripción del papel de las Fuerzas Armadas durante la noche trágica de Iguala, del 26 al 27 de septiembre de 2014. Título de un documental dirigido y producido por los hermanos Témoris y Coizta Grecko, resalta la omnipresencia del Ejército en aquella noche donde seis personas fueron asesinadas y desaparecidos 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa.
Esta frase redonda me vino a la mente al leer la recomendación 10VG/2018 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en torno a otra masacre, que cumplió siete años, la de Allende, Coahuila, donde pudo haber unas 300 personas muertas y desaparecidas tras la invasión violenta de más de 40 camionetas repletas de zetas armados hasta los dientes, quienes con maquinaria pesada destruyeron hasta unas 70 casas, y provocaron que huyeran del lugar miles de pobladores.
Mientras ocurría el ataque devastador, soldados presenciaban los hechos, pero se abstuvieron de intervenir, revela la recomendación dirigida por la CNDH al titular encargado del despacho de la PGR, Alberto Elías Beltrán, al gobernador Miguel Ángel Riquelme, al fiscal de Coahuila Gerardo Márquez y al alcalde de Allende, Alberto Alvarado Saldívar.
Nuestra capacidad de asombro e indignación no tiene límites. En la incursión devastadora de zetas encapuchados y armados aquel 18 de marzo de 2011 –que se extendió a Piedras Negras, Múzquiz y Sabina– seguramente hubo muchos más muertos y desaparecidos que en Iguala, con la diferencia de que en Guerrero el ataque fue dirigido contra estudiantes y en Coahuila la aniquilación y las desapariciones no discriminaban a niños, mujeres y ancianos, pues era una venganza de los hermanos Miguel Ángel y Omar Treviño Morales (Z40 y Z42) para escarmentar a quienes los delataban ante la agencia antidrogas estadounidense la DEA.
Dos lavadores de dinero de los Treviño a través de la compra de caballos pura sangre, Héctor Moreno Villanueva y José Luis Garza Gaytán, se habrían quedado con entre cinco y ocho millones de dólares que no eran suyos y empezaron a delatar a la DEA las actividades ilícitas de sus cómplices y jefes zetas.
La invasión de Allende buscaba capturar y/o matar a todos los familiares de los lavadores prófugos Moreno y Garza. Contaron “con la participación directa o con el apoyo de policías municipales de Allende; para ese entonces los zetas ya tenían a su servicio a los 20 policías de Allende”, dice el informe “México: desapariciones y torturas en Coahuila de Zaragoza constituyen crímenes de lesa humanidad”, publicado por la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) y otra veintena de organizaciones civiles mexicanas, incluidas las de los familiares de las víctimas.
Esa colusión, esa franca fusión en un solo ser corrupto de municipales y delincuentes, la cual empujó al entonces presidente Felipe Calderón a llamar “polizetas” a esos servidores públicos incorporados a la delincuencia sin dejar de estar en las corporaciones. Recibían el sueldo magro de su empleo rutinario, pero una jugosa tajada de las ganancias de los grupos criminales. Son los mismos que horadaron fosas clandestinas en San Fernando.
Siete años tarde llegó una recomendación del ombudsman nacional para que finalmente haya otra narrativa del horror en Allende, que académicos y periodistas han descrito en años recientes. Quienes más saben del ataque mortal están presos en Estados Unidos. Y en México falta enjuiciar a los culpables.