Roberto O’Farrill Corona
María, descendiente del rey David, por ser de estirpe real había sido educada en el templo de Jerusalén, un privilegio reservado a pocas chicas. Sus padres, san Joaquín y santa Ana, que tenían su propia casa en Séforis, capital de Galilea, donde ella nació, le dejaron en herencia otra casa que ellos poseían en Nazaret, una morada edificada a partir de una gruta con buenos materiales.
José, aunque también era descendiente de David tuvo siempre que trabajar para obtener los ingresos adecuados para proveer a su familia en todas sus necesidades. Eficientemente se dedicaba a su labor, entregaba a sus clientes en el tiempo acordado, pagaba cumplidamente a sus proveedores y oportunamente a quienes colaboraban con él en los trabajos que le eran encomendados, ya para las construcciones, ya para las viviendas. No es gratuito que se le haya proclamado como el Santo Patrono del trabajo y de la economía.
Jesús, hijo de María y de José, provenía del cielo, de naturaleza divina, pues siendo Hijo de Dios se encarnó en el seno virginal de su madre y quiso ser hijo adoptivo de su esposo, sin dejar por ello de ser el Creador del cielo y de la tierra y el Rey del universo.
El matrimonio formado por ambos contaba con dos casas en Nazaret, la de María, donde ocurrió la Anunciación traída por el arcángel san Gabriel, y la de José, donde él también tenía instalado el taller que funcionaba como sede para desempeñar su trabajo. Si el hijo que ambos esperaban hubiese nacido en Nazaret, en cualquiera de las dos casas, ese alumbramiento habría ocurrido de manera cómoda y digna, y el divino Niño habría sido arropado con exquisita ropa que María había confeccionado para él con finas telas de lino y habría sido recostado en una hermosa cuna que José le había elaborado, pero Dios quiso nacer pobre…
En efecto, en su deseo de mostrar su grandeza divina en la pequeñez humana, y su riqueza celestial en la sencilla pobreza, Dios quiso que las circunstancias del tiempo en el que había de nacer hicieran que el matrimonio se desplazara desde Nazaret hasta Belén, recorriendo una distancia de unos 115 kilómetros en un viaje agotador que llevaría al extremo de sus fuerzas a la Madre de Dios y a su Custodio en la tierra. “Se hizo hombre quien hizo al hombre” asegura San Agustín en uno de sus sermones de Navidad, y reflexiona: “Celebremos, por tanto, ¡oh cristianos!, no el día de su nacimiento divino, sino del humano, es decir, el día en que se amoldó a nosotros”. Luego concluye con elocuentes paradojas: “Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que de desprecio, su nacimiento en la carne y reconozcamos en ella la humildad, por causa nuestra, de tan gran excelsitud. Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad”.
¿Quién, de entre nosotros, estaría dispuesto a ver nacer a su hijo en una gruta habilitada como establo? ¿Quién estaría gustoso de colocarlo, recién nacido, en un pesebre donde los animales comen? Y si así nos sucediesen esas cosas, ¿quién no le reclamaría a Dios por tanta miseria? No, no es decoroso nacer así, eso no es humano; pero sabiendo hoy que así ha sido, y celebrando cada año la Natividad de Dios Niño, nos percatamos que eso solamente es divino, y nos sorprende y nos maravilla ver que Dios quiso nacer así, en la más pobre condición humana, y pensamos en la doncella, su madre, tan pequeña en edad y tan fuerte ante la adversidad, y miramos a su esposo, tan responsable y tan fuerte, no abatirse ante tanta impotencia.
En la noche de Navidad, el anuncio de los ángeles que nos lleva a contemplar el misterio de Dios que se hace pequeño y pobre, a nosotros nos hace grandes y ricos, la oscuridad de esa gruta nos ilumina la existencia, el hedor del piso del establo nos perfuma la existencia, la virginidad de María nos trae la vida, la fortaleza de José nos trae seguridad, y el divino Jesús mirándonos desde el pesebre nos invita a contemplar que Dios nos ama tanto como para haber venido a decirnos que todo lo que de él podemos saber y conocer se resume en tres palabras: Dios con nosotros.