*Advierte experto del Centro INAH Morelos de los impactos de los megaproyectos a cielo abierto
Cuernavaca, 6 Feb (Notimex).- La megaminería de metales a cielo abierto devasta ecosistemas; produce graves enfermedades por exposición a tóxicos y otros factores nocivos; provoca conflictos y atenta contra la cohesión social, los referentes comunitarios y el patrimonio arqueológico e histórico; desplaza actividades que crean riqueza y empleo; maximiza utilidades a costa de los trabajadores; mina derechos humanos y la autonomía de los pueblos, y estimula prácticas antidemocráticasn advirtió Paul Hersch, investigador del Centro INAH Morelos.
El investigador analizó el tema “Patrimonio Cultural y megaminería”, en el foro “Amenazas socioambientales en Morelos”, realizado en las instalaciones de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), donde agregó que aún con la amenaza a la biodiversidad, “parte de las concesiones ya otorgadas coincide con territorios indígenas, donde están a su vez los ecosistemas más conservados del país”.
Otro efecto es que el agua de los manantiales disminuye o desaparece, pero lo más grave se da en lugares en los que falta agua para consumo humano y para la agricultura, porque la megaminería compite con esos usos. Incluso en estados como Morelos, cuya disponibilidad de agua ha ido disminuyendo en los últimos años, una extracción intensiva como la que pretenden los megaproyectos, agravará la disminución ya existente en todos sus acuíferos, lo cual se se complica con el calentamiento global.
Hersch contextualizó que en Morelos hay concesiones ubicadas en Temixco, Miacatlán, Xochitepec y Cuernavaca, que suman más de 15 mil hectáreas, en un estado cuya superficie forestal original ha sido desmontada en un 70 por ciento. La minera Esperanza Silver pretende establecer su explotación a 12 kilómetros de la ciudad de Cuernavaca, en una zona que involucra a numerosos asentamientos humanos, entre ellos Acatlipa, Temixco, Xochitepec, la Unidad Morelos, Alpuyeca, Tetlama, Cuentepec, Xochicalco, Palpan, Tlajotla, Coatetelco y Miacatlán.
Refirió que en 2009 el subsuelo de la zona arqueológica de Xochicalco, declarada patrimonio cultural de la humanidad en 1994, fue otorgado en concesión a la empresa canadiense Esperanza Silver, de Vancouver, por la Secretaría de Economía. La concesión por 278 hectáreas, denominada “Esperanza V” y cuyo título es el número 234,011, vence el 14 de mayo de 2059.
La iniciativa megaminera motivó una movilización social que recabó más de 16 mil firmas contra el proyecto, entregadas en la embajada de Canadá sin respuesta formal alguna, pero la presión organizada de la sociedad civil resultó en el rechazo de la manifestación de impacto ambiental presentada para iniciar la explotación en enero de 2014, pero las concesiones no se cancelaron.
En julio de 2013, Esperanza Silver vendió sus acciones en Morelos por 45 millones de dólares a otra firma canadiense, Alamos Gold, que ya ha detectado áreas de interés específico en sus siete concesiones, ubicadas en una de las escasas regiones de conservación natural aun existentes en el poniente del estado.
Otro impacto que destacó el experto es la dispersión aérea de diversos minerales y metales pesados tóxicos, incluyendo elementos radioactivos, provenientes de las explosiones, la trituración y molienda de rocas, el transporte y otras emisiones, ya que el polvo microscópico de minerales, expuesto sin control a las corrientes de viento, puede enfermar a quienes viven en la zona, incorporándose además al agua, las casas, las tierras de cultivo y los caminos.
Los árboles son talados y todo vegetal es destruido. Los animales silvestres huyen de una mina a tajo abierto, ahuyentados por la deforestación, la vibración y el ruido. Los pájaros beben los tóxicos vertidos en el agua y mueren en masa. Los peces y el ganado quedan envenenados por los residuos vertidos en ríos.
Aún cuando los megaproyectos mineros están obligados a rehabilitar las zonas afectadas, ninguna “remediación” o “mitigación” resolverá los daños irreversibles. Incluso si se intenta cultivar la tierra, suponiendo que algo se pudiese producir, ¿quién comería algo que creció sobre residuos tóxicos?
A nivel social, las confrontaciones, generadas por la llegada de las mineras, afectan la calidad de las relaciones humanas y la salud emocional. El ruido de las máquinas, las explosiones y las sirenas, provoca ansiedad y alteraciones del sueño, por lo que muchas personas tienen que emigrar.
El investigador del Centro del Instituto Nacional de Antropología e Historia en el estado de Morelos afirmó que los megaproyectos como la megaminería, las plantas generadoras de electricidad a partir de gas y agua y los grandes ejes carreteros, a menudo son impuestos por sus posibles efectos dañinos, pues una comunidad unida los rechazará si conoce sus riesgos.
Por eso se requiere dividirla, lo cual hacen a menudo quienes impulsan dichas iniciativas, y las desavenencias y choques al interior de las comunidades y de las familias facilitan la imposición de los proyectos. A eso se le llama “ingeniería de conflictos”.
Para persuadir a las comunidades, las empresas a menudo aprovechan la precariedad económica, la marginación y el abandono gubernamental de las regiones donde se pretenden instalar; ofrecen dinero y empleo, pero también mejoras y servicios que deben ser aportados por el Estado.
Otro aspecto es que se ocultan y niegan a la población las consecuencias nocivas y múltiples; se esconde lo que las empresas sacan y lo que dejan, así como la precariedad y peligrosidad de los trabajos que ofrecen.
Quienes se oponen a la megaminería tóxica en defensa del territorio son hostilizados y calificados como “ignorantes” por resistir a la devastación programada. Son difamados y confrontados con sus propias comunidades. La división llega a las familias; hay agresiones personales, amenazas directas, allanamientos, secuestros y asesinatos, e impunidad.
Advirtió el experto que como una parte de los asentamientos arqueológicos del país coincide con concesiones ya otorgadas, las zonas con vestigios pueden ser devastadas por las empresas, por lo que el patrimonio arqueológico está amenazado.
Asimismo, hay afectaciones al paisaje porque montañas, planicies, ríos, pasan a ser huecos estériles, enormes agujeros, apilamientos de desechos, territorios de segunda. Mencionó que lo que se encuentra en juego en esta confrontación de visiones no es un discurso, sino el futuro de los territorios, y con ello el de su población e identidad, el de su patrimonio biocultural.
No se trata sólo de advertir una catástrofe, sino de generar soluciones viables ante la situación, ya que en esta tensión del despojo por la imposición de megaproyectos, aparecen los valores de la comunalidad y del bienestar integral y colectivo que algunos pueblos entienden como el buen vivir.
Estimó que la respuesta social es determinante y la respuesta institucional, necesaria. “Las instituciones públicas requieren una política integral e intersectorial de protección, pero debido a sus implicaciones múltiples, no debe recaer en una sola institución ni realizarse al margen de las comunidades afectables, pues la calidad de las respuestas institucionales depende de la participación decisoria de los pueblos.
También mencionó la urgencia de realizar investigaciones sobre el daño a la salud provocado por la minería tóxica, considerando sus múltiples dimensiones: corporal, psicológica, social, espiritual y ecológica.
“Se requieren manifestaciones integrales de impacto, a nivel ambiental, en la salud individual y colectiva, en la dinámica económica y laboral, en la vida social y cultural, en el patrimonio arqueológico y monumental, en el paisaje, pero para ser imparciales y fundamentados, los estudios deben ser pagados por las empresas y realizados por especialistas independientes, y ser accesibles a toda la poblaciòn”, explicó Hersch.
-Fin de nota-
NTX/MADA/RHV